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Los últimos días del General Manuel Belgrano

El creador de nuestra bandera murió casi en el anonimato y en la pobreza extrema, aquejado por una cruel enfermedad y en medio de la indiferencia de quienes no reconocieron su sacrificio por la patria

20 de junio, 2020 - 11:13

“Yo quería a Tucumán como la tierra de mi nacimiento, pero han sido aquí tan ingratos conmigo, que he determinado irme a morir a Buenos Aires, pues mi enfermedad se agrava cada día más”. Con estas palabras se dirigió el general Manuel Belgrano a su amigo José Celedonio Balbín, quien después de padecer el cansancio, la pobreza y una larga enfermedad, decidió viajar hacia Buenos Aires en la primavera de 1819.

Durante ese largo y penoso viaje, su salud se quebrantaba día a día y cuando llegó a la metrópoli, gran parte de las personalidades más importantes de aquel momento le mostraron indiferencia.

El héroe de la patria falleció el 20 de junio de 1820 víctima de una hidropesía avanzada.

Conozcamos cómo fueron los últimos días del creador de la bandera, antes de pasar a la gloria.

La anarquía tan temida

Por aquel entonces, la anarquía se había establecido para la incipiente nación. Una gran crisis política y militar había envuelto desde 1819 a las entonces Provincias Unidas del Sud, ya que varias provincias estaban disconformes con el gobierno del Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón.

El descontento se produjo cuando el 22 de abril ese año, el Soberano Congreso Constituyente había promulgado la primera Constitución totalmente centralista y unitaria.

El día 25 de mayo fue jurada por la mayoría de las provincias, con excepción de Entre Ríos, Santa Fe, Banda Oriental y Corrientes, que se sublevaron.

La situación se profundizó en junio de ese año, al renunciar Pueyrredón y al asumir el general José Rondeau como nuevo Director Supremo. El malestar permaneció y, el 1 de febrero de 1820, se produjo un enfrentamiento entre las tropas federales y las de Rondeau, en la que estas últimas fueron vencidas en la batalla de Cepeda.

El gobierno de Buenos Aires quedó acéfalo y el brigadier Miguel Estanislao Soler se proclamó gobernador y disolvió el Congreso General Constituyente (que se había creado en Tucumán en 1816). Posteriormente Soler renunció, y en medio de estos acontecimientos se concretó entre los federales y el gobierno porteño el Tratado del Pilar.

Fueron tan vertiginosos los sucesos, que en poco tiempo hubo varios gobernadores. Sarratea fue uno de ellos, luego Ildefonso Ramos Mejía y Soler, quien también renunció. Esta situación duró mucho tiempo.

Vía crucis de un patriota

En agosto de 1816, el Director Supremo nombró al general Manuel Belgrano jefe del Ejército de Norte, cargo que ejerció hasta el 11 de septiembre de 1819, quien por motivos de salud, entregó el mando al coronel Fernando Francisco de la Cruz.

Muy enfermo, se dirigió a Tucumán con una escolta de 25 hombres,y al llegar a esa ciudad estalló un motín y su gobernador fue destituido. Asumió entonces como nuevo gobernador de esa provincia el general Bernabé Aráoz quien proclamó a Tucumán como república.

En medio de esta revuelta, Belgrano fue detenido y se le intentó ponerle grilletes, pero fue impedido gracias a la intervención de su médico Joseph Redhead, al manifestarlo grave de su enfermedad. Varios miembros del entonces “Congreso” tucumano, enterados de lo sucedido, sugirieron a Aráoz liberarlo, lo que ocurrió el 2 de enero de 1820.

El general Belgrano no tenía dinero para emprender el viaje hacia Buenos Aires, por lo que le solicitó al mandatario unos dos mil pesos fuertes para ese fin.

El prócer reclamaba al gobernador sus sueldos por sus servicios que nunca había cobrado, pero Aráoz se los negó. Igual emprendió el viaje en compañía de su médico, Joseph Redhead; José Celedonio Balbín; su capellán, el padre Villegas, y los sargentos mayores Gerónimo Helguera y Emilio Salvagni.

Durante el trayecto el general experimentó grandes dificultades para respirar, lo que le impedía conciliar el sueño. Además sus piernas se inflamaban con más frecuencia, lo que le impedía moverse.

Al llegar a la ciudad de Córdoba el patriota intentó pedir ayuda económica al gobernador Bustos, pero este no se encontraba en esa provincia. Sin embargo, un comerciante llamado Carlos del Signo, le donó 418 pesos para proseguir con el viaje.

El 20 de marzo partieron desde la provincia mediterránea para cumplir con su itinerario y después de unos días, la comitiva entró en la provincia de Santa Fe, enterándose de la batalla de Cepeda.

El destino final

El 1 de abril, Belgrano llegó a Buenos Aires al final de una penosa travesía aunque comenzaría una serie de sufrimientos tantos espirituales como físicos que se prolongarían hasta su muerte.

Belgrano se alojó en la misma casa en que había nacido, ubicada en la antigua calle Alcalde Pirán (hoy avenida Belgrano 440) esquina Del Rey (actual Defensa), en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Su médico recomendó para el paciente un lugar tranquilo y con un clima propicio, por lo que fue trasladado a la casa quinta de su hermana Juana, al norte de la ciudad, en la localidad de San Isidro.Allí pudo descansar por unos cuantos días, pero su enfermedad se agravó al punto que tuvo que regresar a su casa de la ciudad.

El mausoleo que guarda los restos del creador de la bandera, al poco tiempo de ser inaugurado.

El 13 de abril le escribió al nuevo gobernador de Buenos Aires, Manuel de Sarratea, comentándole los malos tratos sufridos con el gobernador de Tucumán.

En ese momento, su enfermedad se profundizó y debió permanecer sentado en un sillón todo el día, pasando sus noches en total insomnio ya que al acostarse, prácticamente no podía respirar.

A mediados de mayo,el nuevo gobernador Ildefonso Ramos Mejía, le entregó por medio de su edecán trescientos pesos, en reconocimiento a sus servicios.

Su salud se agravó aún más y, el jueves 25 de ese mes –día de la Revolución de Mayo– llamó al escribano Narciso de Iranzuaga para redactar su testamento.

El 3 de junio de ese año, Belgrano celebró sus cincuenta años de vida y el 7 recibió del gobierno unos 1.500 pesos a cuenta de los 13 mil que le debían de los sueldos devengados.

Mientras tanto, postrado en su cama, Belgrano, callado y taciturno, esperaba como un héroe la muerte. Algunos días solía acompañarlo su amigo y médico, el irlandés Juan Sullivan, quien para alegrar su visita tocaba alegres temas musicales en el clavicémbalo, una especie de piano pequeño.

A mediados de junio, varias personas le visitaron, entre ellos su gran amigo y camarada tucumano, el general Gregorio Aráoz de Lamadrid.

El día 19, sabiendo que su muerte estaba cercana, le pidió a su hermana Juana que descolgase un reloj de oro, y mirando a su médico Redhead, le dijo a los presentes: “Es todo cuanto tengo que dar a este hombre bueno y generoso”. Esa fue una de sus últimas acciones.

A las 7 de esa fría mañana del 20 de junio, rodeado de algunos amigos, como Manuel de Castro y José Celedonio Balbín, además de su hermana y un fraile dominico que lo asistió en sus últimos momentos, expiró. Lo hizo exclamando… “¡Ay, Patria mía...!”.

Aquel hombre que había dado todo por su patria, fallecía casi en el anonimato y en la pobreza extrema.

Su cuerpo fue trasladado al templo de Santo Domingo, donde los médicos Redhead y Sullivan le practicaron la correspondiente autopsia y después el cadáver fue embalsamado.

Belgrano fue sepultado en un sector de ese templo sin ningún tipo de pompa ni honores militares. Una losa de mármol blanco, parte de la cubierta de una cómoda que había pertenecido a su madre, cubrió la sepultura con una simple leyenda: “Aquí yace el general Belgrano”.