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Un Estado en mal estado

No se entiende por qué el Gobierno nacional hace la vista gorda a un peligro creciente como el conflicto con los mapuches, lo que hace sospechar que detrás de esto hay mal olor

09 de octubre, 2022 - 08:28

Las relaciones entre el individuo y el Estado siempre han sido conflictivas, incluso después del afianzamiento, en algunos casos más que en otros, de las instituciones que ordenan y regulan su funcionamiento.

Ese organismo, para muchos difuso, que debe proteger pero que también oprime y muchas veces está ausente de todos sus deberes, sigue siendo un quebradero de cabezas, tanto para el que lo sufre como para el que intenta manejarlo.

A la Argentina le costó casi un siglo organizarse como un Estado nacional unificado desde el cual se procurase definir una identidad propia dentro de la cual se pudieran identificar sus habitantes.

Pero no obstante el tiempo transcurrido ese es un propósito que no se ha podido cumplir del todo.

La idea poco convincente de que el “crisol de razas” nos ha definido como una sociedad abierta y tolerante se ha estado cayendo a pedazos desde hace ya mucho tiempo.

Siempre hubo un rechazo hacia el diferente, al extraño; en un tiempo lo fue con los que venían del Viejo Mundo y en las últimas décadas con los provenientes de nuestra vecindad sudamericana. Mientras no amenacen nuestros supuestos intereses, no hay problema.

Si bien el populismo es una definición casi puesta de moda, sirve para simplificar y diferenciar alguna forma de comprensión del tema, pero hay que tener cuidado cuando se lo aplica sin discriminación y en forma peyorativa.

Aquí, entre las muchas formas de definirlo y calificarlo, aplicamos el término con la forma de confundir al Estado con el gobierno, con el partido gobernante, y en no pocos casos con la persona que ejerce las funciones, las más de las veces durante mucho tiempo.

Como agravante de esta particular concepción de lo que es el Estado en la Argentina, se debe contemplar que el centralismo que caracteriza al habitante de Buenos Aires y sus alrededores el Estado es solo el Gobierno nacional y sus límites territoriales no están claramente comprendidos.

Las enormes extensiones territoriales del país difuminan un poco los confines y los intereses y características de la gente que vive en ellos.

Dejando brevemente de lado los graves problemas en los que está sumido todo el país, de los cuales no se ve solución a la vista, hay que poner atención en lo que ocurre en algunas provincias de la Patagonia con la insurrección violenta de algunos grupos que se identifican con la etnia mapuche.

Está claro que la Constitución Nacional ordena respetar las identidades culturales y garantizarles a todas las comunidades indígenas la posibilidad de vivir en los territorios que siempre habitaron.

También prescribe el texto de la ley fundamental que deben poder asegurarse su subsistencia, pero está claro que no es posible que se la procuren con métodos totalmente primitivos.

La marginación y la extrema pobreza en que viven las comunidades aborígenes, concretamente las del norte argentino, tiene las mismas causas de la miseria que sufren los criollos pobres y postergados de esas mismas regiones.

La disputa por tierras cultivables, que son la fuente de subsistencia de esos pueblos, suele zanjarse con la violencia y la acción de gobiernos provinciales, como el caso de Formosa.

Otra cosa diferente ocurre en el sur, y no está claro por qué desde el Gobierno se fomenta la violencia de los grupos que se referencian en la etnia mapuche, que reivindica territorios que no sirven para la agroganadería sustentable si no que son objeto potencial de interesantes negocios inmobiliarios vinculados al turismo en una de las regiones más demandadas del mundo.

Es posible que algunos sectores intelectuales vean con simpatía el hecho de reivindicar territorios hasta el punto de escindirse del Estado argentino y constituir uno distinto, lo que en todo el mundo se llama sedición, severamente condenada por la legislación.

Este coqueteo para expiar las culpas históricas de la conquista española con sus reconocidas atrocidades es totalmente anacrónico con la realidad actual.

La llamada conquista del desierto implicó matanzas y exilio de miles de indígenas con sus familias, nadie lo puede negar.

Tampoco el régimen de la tierra implantado después con los territorios de los que se desalojó a los indios se exime de ser calificado como elitista e injusto.

Lo que no se puede soslayar es el hecho concreto de los colonos, los sectores más desposeídos que no tenían lugar en el Estado capitalista que nacía y debían buscar su lugar en el mundo en esa pampa indómita.

El choque era inevitable hace un siglo y medio, entre una comunidad que vivía en la prehistoria, no conocía la rueda ni la escritura, que había incorporado el caballo dejado por los españoles, que había cambiado la caza y la recolección como sustento para dedicarse al pillaje y al saqueo, frente a la otra comunidad casi indefensa que buscaba establecerse en pequeñas granjas.

Cabe destacar que en los períodos más álgidos de la lucha contra el indio hubo lugar para parlamentar, aunque al final se impuso la fuerza militar.

Sin embargo, el Estado viejo y anquilosado de hoy no atina a imponer la ley con los recursos que ésta le permite, no tiene voluntad para hacerlo y nula capacidad de parlamentar, pues los colonos de hoy tienen derechos adquiridos con el esfuerzo y el trabajo, no todos son Benetton y viven allí desde hace generaciones.

Las razones ideológicas, históricas y religiosas que anima a los mapuches a pretender la mitad del territorio argentino y el chileno no se comprenden a esta altura del siglo.

Pero tampoco se entiende por qué el Gobierno nacional hace la vista gorda de un peligro creciente, no lo hace claro, no explica, no busca poner las cosas en su lugar.

Entonces da lugar a la sospecha de que detrás de esto hay mal olor de algo que está en mal estado.