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Cuando la guerra es mejor negocio que la paz

La dimensión física del conflicto judío/palestino se manifiesta en una lucha por la posesión de la tierra, especialmente respecto de quiénes son los legítimos propietarios de aquella que rodea a los denominados ‘Santos Lugares’, en Jerusalén

23 de mayo, 2021 - 09:49

A este artículo lo vamos a empezar por el final. Vale decir por sus conclusiones antes de hablar de los antecedentes, del desarrollo y de la probable evolución del enfrentamiento entre judíos y palestinos.

Sostenemos que en la Argentina esas comunidades viven en perfecta armonía desde hace muchos años.

Por ejemplo, tenemos la cuarta población judía fuera del Estado de Israel, después de los EE. UU., Francia y el Reino Unido. Por otro lado, somos el 18º país con más musulmanes en el mundo o, en otras palabras, en la Argentina viven más judíos que en Rusia y más musulmanes que en Ucrania o que en Dinamarca.

Con ello descartamos de plano que se trate de un conflicto eterno e insoluble. Dicho esto, veamos ahora las tres dimensiones a través de las cuales se lo puede llegar a entender.

Todo conflicto es multicausal, ya que como una cebolla hay que ir desprendiendo capas, desde la corteza hasta llegar al corazón. La cáscara de este es física, le sigue una gruesa capa política y su corazón es de naturaleza religiosa.

La dimensión física del conflicto judío/palestino se manifiesta una lucha por la posesión de la tierra. Especialmente respecto de quiénes son los legítimos propietarios de aquella que rodea a los denominados ‘Santos Lugares’ en Jerusalén.

Concretamente, los desórdenes se iniciaron cuando las autoridades municipales israelíes de la Ciudad Santa pretendieron desalojar de sus viviendas a un grupo de palestinos que las ocupaba desde hace más de 50 años en el barrio de Sheij Jarrah, en Jerusalén Este, a unos dos kilómetros al norte de la Ciudad Vieja, en la carretera hacia el Monte Scopus.

Sucede que una serie de grupos judíos buscan obtener la propiedad de esas viviendas, ya que afirman que en algún momento pertenecieron a judíos. Entre ellas se destacan algunas de gran valor inmobiliario, como el hotel Shepherd, el viñedo del Muftí, el edificio de la escuela El-Ma'amuniya, el complejo de Simeón el Justo y el coqueto el vecindario de Nahlat Shimon.

Según la revista The New Yorker, “...la inconsistencia básica de la ley –por la que los judíos pueden reclamar tierra que poseían antes de 1948-, pero los palestinos no pueden…”, “...por lo que los palestinos encuentran extremadamente difícil, sino imposible, recibir permisos de construcción que son mucho, muchísimo más fácilmente aprobados para los judíos...".

La gruesa capa política está compuesta por el complejo entramado de tres voluntades que no logran ponerse de acuerdo. Por un lado, está el deseo del Estado de Israel de existir y de prosperar en ese lugar, al que consideran, legítimamente, como suyo. Por otro lado, está la voz del pueblo palestino, el que si bien tiene un espacio físico en Gaza y en Cisjordania, carece de la vigencia de un Estado de pleno derecho. Y, finalmente, están las resoluciones de la ONU tendientes, pero no obedecidas, a establecer un status quo de paz y armonía entre ambas posturas.

En la práctica, los palestinos no solo no tienen el control sobre sus propios lugares santos, incluido – sobre todo– el Monte del Templo. Todo ello los convierte en ciudadanos de segunda en su propia tierra. Viven una suerte de ‘apartheid’ como existía en la difunta Sudáfrica en la década de 1970.

Tampoco se les permite disponer de sus propias fuerzas armadas, por lo que no nos debería extrañar que organizaciones irregulares como Hamás cubran ese vacío.

Paradójicamente, esta situación tampoco es beneficiosa para el Estado de Israel, que vive constantemente la zozobra de las sucesivas intifadas, ya que en lugar de lidiar con un Estado, ha elegido hacerlo con una multitud de agentes no estatales que no reconocen su derecho a existir y que jamás lo dejarán vivir en paz.

Se puede firmar la paz con otro Estado, como ya lo ha hecho Israel con Egipto o con Arabia Saudita, entre otros. Pero no existe tal posibilidad cuando lo que se tiene enfrente es una fuerza irregular, guerrillera o terrorista, si así se lo prefiere, pues la propia asimetría legal y política que existe entre ambos lo impide.

En un plano superior, esta situación también es una derrota para la comunidad internacional y para su vocero, la ONU, ya que su Carta de 1948 establece que, legalmente, no pueden obtenerse ganancias territoriales mediante la guerra, incluso para un Estado que actúe en defensa propia.

Desde entonces, por ejemplo solo Turquía ha reconocido la existencia de la República del Norte de Chipre, anexada, militarmente por ella misma en 1974. Entre otros, solo los EE. UU. de Trump han aceptado la anexión de Marruecos del Sahara español, y de unos 190 miembros de la ONU solo catorce han reconocido la anexión de Crimea por parte de Rusia.

Lo mismo puede decirse de nuestra hermanita perdida, las Islas Malvinas, invadida por Inglaterra en 1833 y, hasta hoy, designada como territorio colonial por la ONU por varias de sus resoluciones.

Finalmente, nos resta hablar del plano religioso. El más profundo, pero el más fácil de entender, ya que tanto los judíos como los palestinos, en su mayoría musulmanes, son hijos del mismo padre, Abraham. Solo que para los segundos les corresponden a ellos los derechos de la primogenitura por ser descendientes de Ismael, hijo de la esclava Agar con Abraham; y para los segundos a ellos, por serlo de Isaac, hijo legítimo de Sara, la legítima esposa de Abraham.

Como vemos, judíos y musulmanes son hermanastros, lo que nos deja frente a un problema sucesorio como suele ocurrir en las mejores familias.

Es decir, algo que bien puede solucionarse, pero que exige que cada una de las partes ceda algo a la otra y que se supere la conocida ‘Ley del Talión’ del “ojo por ojo”.

Si no es así, pronto el Medio Oriente solo estará poblado por tuertos y por ciegos.

 

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.