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Molina

“Ejercía en mí una rara atracción porque veía en él a un tipo sufrido como mi viejo y siempre dispuesto a dar una mano”

22 de enero, 2019 - 16:54

Nunca supimos de dónde venía. Una tarde de un tórrido verano se apareció en el potrero en el que despuntábamos el gusto de pegarle a la pelota en plena siesta. Y un día el recién llegado propuso un cambio: “Desde ahora jugaremos en otra cancha”, dijo muy suelto de cuerpo. 

Lo que él llamó ampulosamente cancha no era mejor que la que habíamos recorrido desde siempre a grandes zancadas. En realidad se trataba de un salitral cubierto por las inmisericordes espinas blancas de los retortuños, situado, calle de por medio, frente a un par de modestas casitas de techos de caña y barro. 

Desde mis escasos diez años no entendía el porqué de aquel repentino cambio de cancha, hasta que ya bastante crecido, recordando aquellos días de trompadas dirimiendo viejas rivalidades, se me hizo presente Angélica, la muchacha veinteañera que vivía en una de las dos casas frente a la nueva cancha y que era el desvelo de los más grandes del grupo debido a sus generosas curvas, sus enormes ojos negros y un larguísimo cabello azabache. 

Seguramente había elegido ese lugar por aquella mujer, porque de esa manera tenía una excusa para verla de cerca cuando, empeñoso y con premura, cruzaba la calle para ir a buscar la pelota de cuero y tientos que alguno de nosotros pateaba fuera de la cancha y caía casi siempre en su jardín.

Era mucho más grande que cualquiera de la pandilla, todos con edades que se iniciaban a los ocho años y cuyo tope quizás sería de quince, como el Tano, el goleador al que todos los equipos barriales querían tener en sus filas y al que los arqueros rivales temían tanto por su potencia como por su puntería. 

***

Con el paso del tiempo Molina se ganó la simpatía de todos desde su simpleza que inspiraba respeto, no por su hosquedad sino porque sabía cómo armar los equipos antes de cada partido. Ninguno de los muchachos se animaría a discutir cuando su mirada era tan profunda y su rostro denotaba severidad aunque a los pocos minutos de nuevo mostraba la sonrisa que dibujaba su boca de dientes ralos.

Aparentemente Molina no tenía mujer ni hijos. Ejercía en mí una especie de rara atracción porque veía en él a un tipo sufrido como mi viejo, pero siempre dispuesto a dar una mano, también como mi viejo. Llevaba siempre consigo una destartalada caja de madera que alguna vez fue blanca y contenía, entre otras cosas, alguna pomada, alcohol, vendas muy blancas y también unas raras pinzas para sacar las espinas de retortuño afiladas como estiletes clavadas en nuestra piel. 

Y un día sucedió lo que yo jamás hubiera imaginado. “Pibe, ¿me enseñarías a escribir?”, largó apenas en un susurro, como para que sólo yo lo escuchara, casi con vergüenza. ¡El hombre que parecía saberlo todo sobre la vida y el fútbol me pedía que le ayudara, y yo, que daba todo por ser su discípulo, era el elegido! Casi dando por sentado que lo haría, sin esperar mi respuesta, disparó, esta vez con autoridad: “Es un secreto entre vos y yo, ¿sabés?”. 

No pude negarme y desde entonces acudí diariamente y en secreto, después de cada picado, a su humilde y desprovista casa para enseñarle los primeros palotes, convirtiéndome –vaya insolencia- en su improvisado maestro. 

Una tarde, después de garabatear algunas palabras en una hoja de su cuaderno, la dobló y guardó en su bolsillo para después susurrar con su voz calma “¡Gracias pibe!”, depositando un beso en mi frente, mientras mi corazón latía con un galope desenfrenado.

Un domingo, como tantas veces, Molina cruzó de nuevo la calle para ir a buscar la pelota asegurándose antes de que Angélica, como en cada partido, estuviera mirando en la puerta de su casa. Alcancé a ver que llevaba en sus manos un papel doblado que depositó en las de ella antes de agacharse a recoger el fútbol de cuero gastado que había caído en el jardín. En aquel momento no entendí nada, pero ahora, después de tantos años, imagino que aquella hoja de cuaderno contenía alguna frase de amor, escrita con duros palotes pero con toda la ternura de la que aquel hombre podía hacer gala a pesar de su rudeza. 

***

Un día Molina faltó a la cita sin aviso previo, justo cuando estrenábamos los arcos colocados bajo su dirección, tal como lo había prometido. Enfrentábamos a los rivales más duros del barrio y su ausencia nos dejó inmersos en la confusión. No quisimos jugar el partido y cada uno de nosotros enfiló rumbo a su casa con la cabeza gacha. 

Llegados a la esquina, el Lucho se animó a tirarme una idea: “¿Y si vamos a ver qué le pasa?”. Antes de llegar a la casa de Molina un vecino nos contó que la noche anterior lo había atropellado un auto, “seguro que borracho”, sentenció. “¡Viejo boludo!”, gritamos a coro y nos alejamos corriendo. 

Por unos días no tuvimos más noticias suyas, hasta que mi madre comentó que Molina había muerto en el hospital.

***

Después de un tiempo volvimos a encontrarnos en el salitral para cumplir con aquel desafío pendiente por la vieja rivalidad barrial, la que zanjaríamos –por supuesto- en un partido de fútbol. No sé por qué pero casi sin darme cuenta mis ojos buscaron a Angélica, pero la joven no estaba en la puerta como antes, y ésta permanecía cerrada como desde hacía ya tiempo. 

Como en todo encuentro de esas características, llegamos casi al final maltrechos pero empatados. Yo cubría el arco, un poco porque era mi pasión y mucho porque era un patadura, uno de esos a los que nos mandaban al arco porque no teníamos puesto en la cancha. No me iba tan mal porque el Pelu y el Lucho paraban a quien se animara a llegar hasta el área, meta hacha nomás, sin misericordia, y de esa forma mi arco estaba invicto. 

Hasta que al Lucho se le fue la mano y bajó sin compasión al Tano, que había decidido jugar para la contra despechado quizás por algún encono pasajero. 

“Penal”, sentenció el referí improvisado, sin dudar, y yo comencé a temblar. ¡Era lo único que faltaba! Después de que el Tano pateara el penal yo pasaría a ser el motivo de todas las cargadas por no ser capaz de atajarle un tiro al “desertor”.

Mientras acomodaba la pelota, el Tano se regodeaba pensando cómo se mofaría de mi ineptitud como arquero. Con este pensamiento y ya abandonado a mi suerte me ubiqué en mi lugar, rogando que le agarrara tal dolor de estómago que debiera abandonar su tarea de convertirse en mi verdugo para ir a cumplir otros menesteres menos deportivos. 

En eso estaba cuando de pronto pasó junto a mí una sombra que me obligó a desviar la vista de la pelota. ¿Era Molina aquel hombre que se acercaba al Tano? ¡Sí, era el viejo maestro que había vuelto! Esa idea de pronto se convirtió en desazón… ¡Pero si Molina había muerto en aquel accidente desgraciado! No pude continuar con mis pensamientos, cada vez más confundido, sobre todo cuando vi que el Tano asintió con la cabeza después de dudar un instante cuando Molina le susurró algo al oído. 

Después el maestro se me acercó y me dijo muy bajito: “A la derecha, pibe, tírese a la derecha”, y se quedó parado detrás del arco. Atiné sólo a decirle “¡No joda, Molina, no joda!”. Y me respondió tajante: “Usted sabe que le debo una… ¡Hágame caso, pibe!”.

El Tano tomó carrera y se vino como una tromba para hacer el gol de su vida. Apenas podía moverme, aterrado como estaba, tanto por saber que era implacable como por la turbadora presencia de Molina detrás de mí, cuando éste gritó con autoridad: “¡Ahora, a la derecha”! Nunca supe cómo pude hacerlo, pero le hice caso y la pelota dio en mi pecho para después salir de la cancha. Todos mis compañeros se abalanzaron sobre mí y sobrevino un torbellino de abrazos y vítores por haber salvado el honor del equipo, postergando la definición del duelo para otro partido. 

La euforia se adueñó de mí y por un rato me olvidé de Molina, saboreando las mieles de mi impensado éxito, hasta que vi al Tano y entonces recordé al maestro. “Tanito –le pregunté-, ¿qué te dijo Molina?”. “¿Molina? –contestó- ¿estás loco? ¡Si Molina está muerto!”.

Y se alejó despacito, sonriendo y guiñando un ojo al infinito.

 

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