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Un escenario conocido

10 de mayo, 2020 - 13:02

Argentina se debate hoy entre un nuevo default, el quinto de su historia, o permanecer entre el grupo de quienes honran sus obligaciones.

En un momento, además, en que la debacle económica hija de la pandemia jaquea al mundo, y se suma a la crisis crónica que nos marca la existencia.

Repasemos: nuestro primer default data de 1827, cuando éramos apenas un niño de 11 años y ya habíamos pedido de más, habíamos decidido que era imposible afrontar las consecuencias, y eso deparó 30 años en esa condición.

Todo el extenso predominio de Juan Manuel de Rosas, además de teñirse de sangre hasta en su divisa rojo punzó, transcurrió en la situación de morosos incobrables.

Treinta años pasaron para que se levantara ese default, fruto de empréstitos contraídos con emisión de bonos en Londres, para financiar las guerras de la independencia y un naciente país que no encontraba el rumbo.

Luego vino el default de la crisis del ’90, que se llevó puesta la presidencia de Juárez Célman, fruto de escaladas especulativas, pero también de deudas que habían servido para dotar al país de infraestructura.

Desde las redes ferroviarias hasta las obras que hicieron de Buenos Aires la París de Sudamérica, el endeudamiento había funcionado para la puesta en marcha del país agroexportador que le daría su efímera opulencia, que acabaría en 1930. En este caso la situación de default duró solo cuatro años.

Para encontrar el tercer default hay que recorrer casi 100 años. En 1982, en sus últimos estertores, la dictadura militar declaró nuevamente esa situación, luego de que en un mundo signado por el exceso de liquidez de los recordados petrodólares, se contrajera deuda a un ritmo frenético, pasando de 7 mil a 45 mil millones en pocos años.

El hecho marcó la hipoteca con la que debió lidiar la naciente democracia, y que nunca le permitió levantar cabeza al gobierno de Alfonsín.

En este caso, las crisis de deudas fueron compartidas con casi todo el tercer mundo, partícipe de esas colocaciones que jaquearon a todas las nacientes democracias sudamericanas. Ese default concluyó en 1992, cuando se implementó el Plan Brady por parte de Estados Unidos.

El último es el que muchos recordamos por lo insólito de la situación, por lo doloroso, y porque muchos de los que en su momento lo vivieron como una fiesta, hoy adoptan un gesto grave, como si pudieran resistir un archivo.

En el Senado, el incombustible Adolfo Rodríguez Saa, a cargo interinamente de la Presidencia, decretó la cesación de pagos ante los aplausos, vítores y festejos de los gobernadores (muchos de ellos aún lo son), los senadores (muchos de ellos aún lo son) y una pléyade de dirigentes y funcionarios (si, muchos de ellos aún lo son).

El interinato de Duhalde, y los tres gobiernos kirchneristas, transcurrieron en default. Es recordada la retórica inflamada contra los organismos internacionales, los bonistas –bautizados buitres- y las bravatas permanentes ante un mundo al que nada se le podía pedir, lo que facilitaba esos enconos.

Macri recibió el país en default, situación que se solucionó recién en 2016, cuando fue levantado luego de algunos acuerdos que volvieron a poner al país en el radar internacional.

Salir de esa marginalidad permitió que, en lugar de llevar misiones comerciales a Angola con los reyes del mercado negro, y negociar con Irán y Venezuela, pudiera volverse lentamente a escenarios de comercio más saludables, como los acuerdos con la Unión Europea.

Hoy, la situación con respecto a un nuevo default es incierta. Entre los conocedores de la coyuntura de palacio se dice que hay intenciones divididas en el Gobierno, siendo el Presidente el que no desea ese escenario, preferido por otros sectores.

Las consecuencias serían muy complejas. Por un lado, la falta de financiamiento externo dejaría sin recursos a un gobierno que solo tendría la máquina de hacer billetes como salida, con una presión impositiva que ya no permite más subas.

Pero también para los sectores privados serían nefastas las consecuencias en su propio financiamiento, en la adquisición de bienes de capital, imprescindibles para mantener cierta competitividad.

Una Argentina de nuevo en el Veraz quedaría fuera del radar de las inversiones que se recuperen luego del escenario de pandemia. Y también de las ayudas y asistencias que algunos pronostican si es que, una vez más, dejamos de honrar los compromisos.

El éxito de las negociaciones de Guzmán no es solo crucial en función de la pugna de proyectos políticos que se incuba allá arriba. Lo es también para un país que, como en cada cambio de paradigmas mundiales –parece que la crisis del coronavirus lo es- nunca encuentra la brújula para orientarse correctamente.