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La importancia del conocimiento en el desarrollo de un país

12 de marzo, 2019 - 14:24

El psicólogo y profesor de Harvard Steven Pinker despertó recientemente una polémica fuerte al sugerir que en la actualidad vivimos en la era más pacífica de la historia de la humanidad. La de mayor desarrollo humano, según su criterio. Su teoría chocó de frente contra la realidad que usualmente leemos o vemos en los medios de comunicación, que reflejan un escenario global con noticias de atentados en grandes capitales, migraciones masivas y cracs financieros.

Pero Pinker usó como argumento una imagen tan sencilla como poderosa: Si los diarios, en vez de salir todos los días, se imprimieran cada 50 o cada 100 años, qué noticias darían… Posiblemente, contarían que se terminaron las guerras a escala mundial, que los niveles de violencia descendieron, que la pobreza cayó diametralmente, que la educación básica y la vacunación aumentaron de formas inimaginadas y que las democracias han logrado finalmente relativa estabilidad global.

Este debate sirve para evidenciar que la sociedad está cambiando -sobre todo en los últimos 30 años- a ritmos más veloces de los que cambió en toda su historia. A favor o en contra de la hipótesis de Pinker, este último dato parece innegable. Hay transformaciones que se concretan en un período de 20 o 30 años, y que en otros momentos le tomó a la humanidad siglos enteros para dar esos mismos saltos.

Estamos en la puerta de una revolución tecnológica-industrial. Probablemente, de igual o mayor escala que el proceso que el mundo vivió durante el siglo XIX con la máquina de vapor.

La economía del futuro está dominada por el conocimiento. La riqueza de las naciones, diría Smith, cada vez más se explica por sus ideas, sus marcas y patentes. Biología sintética, bioenergía, computación cuántica, inteligencia artificial, código genético, realidad virtual, machine learning, big data, son algunas de las tantas áreas que están transformando el mundo.

Así las cosas, es cada vez más directa la relación entre una estrategia de innovación tecnológica y el crecimiento de los niveles de productividad de un país. ¿Qué quiere decir esto? Que aquellas naciones productoras de ideas, de conocimiento, cambiaron exponencialmente en menos de una generación su estructura productiva y de ingresos. Mientras que las economías basadas netamente en materias prima aumentaron su riqueza lentamente con avances y retrocesos cíclicos.

Corea del Sur, por ejemplo, apostó por la tecnología hace tres décadas y hoy es un competidor mundial en términos de innovación y desarrollo. En 2016, inscribió a nivel mundial 15.554 patentes, es decir invenciones con potencial comercial. Ese año, Argentina solicitó 47 patentes. Lo sorprendente es que hace 30 años, nuestro país estaba en relativa paridad tecnológica con Corea (y con China) y con ingresos per cápita superiores (hoy nos duplican).

Nuestro país tiene que aumentar la riqueza que produce, mejorar su distribución y planificar un marco de estabilidad en el tiempo. No parece ser una meta absurda para una nación que está en emergencia, con la mitad o más de la mitad de los niños y adolescentes en la pobreza.

Nuestras universidades, tanto públicas como privadas, deben trabajar con claridad de propósito para transformar el esquema productivo. Tenemos que formar ciudadanos dispuestos a un aprendizaje de por vida, porque el mundo que vivirán tendrá necesidades cambiantes y entornos sustancialmente distintos a los de hoy. Tenemos que enseñar por experimentación y participación, y ya no por lecturas o escuchas pasivas. Tenemos que poder transmitir a nuestros futuros profesionales las habilidades fundamentales que necesitarán cuando entren al mercado laboral del siglo XXI.

Con este mundo, no hay inversión pública o privada que genere mayor nivel de retorno a largo plazo y que sume mayor valor sobre una economía que la inversión en conocimiento, en investigación, en tecnología e innovación. Los investigadores o los graduados del nivel superior mejoran procesos, inventan, encuentran soluciones, optimizan costos, reducen daños, incrementan el bienestar social, etcétera.

La gestión del conocimiento cada vez más explica la riqueza de una nación y las universidades están entre los primeros productores de esta riqueza. La Argentina tiene las condiciones más óptimas para aprovecharlo. Nos resta darnos una planificación seria sobre el horizonte al que aspiramos, poner en línea nuestra oferta del nivel superior, generar un diálogo meditado con el sector productivo del país para que asuma su rol determinante y garantizar un compromiso del Estado que pueda sostenerse en el tiempo más allá de los cambios de gobiernos y partidos.