Geopolítica de la piratería

Algunos países están utilizando prácticas comerciales agresivas e ilegales para apropiarse de elementos vitales en la lucha contra el coronavirus. Por eso deberíamos tomar medidas concretas para preservarnos de ese tipo de piratería

19 de abril, 2020 - 12:42

El presidente Donald Trump ha invocado una ley de la Guerra de Corea para exigir que las empresas estadounidenses proporcionen más lo que le ordena el gobierno y no el “necesitamos estos artículos (refiriéndose a material médico) de inmediato para uso doméstico. Tenemos que tenerlos", dijo en la sesión informativa diaria del Grupo de Trabajo Coronavirus en la Casa Blanca.

Por su parte la empresa 3M, la principal fabricante mundial de mascarillas, dijo que la administración Trump le había pedido que dejara de exportar máscaras de respirador N95 de fabricación estadounidense a Canadá y a Sudamérica.

En tanto, el gobierno alemán aseguró que las autoridades estadounidenses habían tomado la custodia de casi 200.000 respiradores N95, 130.000 máscaras quirúrgicas y 600.000 guantes. No dijo dónde fueron llevados a manos estadounidenses.

Agregó que el desvío de máscaras de Berlín equivalía a un “acto de piratería moderna", e instó a la administración Trump a adherirse a las normas comerciales internacionales.

Pero, al parecer, los EE.UU. no están solos en estas agresivas prácticas comerciales. En Francia, por ejemplo, los líderes regionales dicen que están luchando por obtener suministros médicos, ya que los compradores estadounidenses los superaron.

La presidenta de la región de Île-de-France, Valérie Pécresse, comparó la lucha por las máscaras con una "búsqueda del tesoro".

Por su parte Turquía, luego de apoderarse de material sanitario destinado a España, ha decidido extorsionar a Israel, ya que éste no autoriza el envío de ayuda humanitaria turca con destino a la Franja de Gaza.

Al efecto, el presidente turco, Recep Erdogan, ha amenazado al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, con no permitir el paso hacia Israel de ningún insumo médico a menos que se autorice la llegada de un barco turco con suministros médicos para los palestinos.

En un artículo anterior, titulado “El regreso de la Retrocultura”, dábamos cuenta de cómo la pandemia estaba trayendo al presente viejas prácticas del pasado y que eran comunes en nuestra infancia, como la vida en familia, la cocina casera, tener un gallinero o irnos caminando o en bicicleta solos a nuestra escuela.

Si estas prácticas nos remiten a los años de 1950/60, las actuales acciones por parte de los Estados lo hacen mucho más atrás. Concretamente, a los siglos XVI y XVII, cuando la piratería era una práctica corriente no solo a cargo de bandidos libre emprendedores, sino también de monarquías y otras potestades menores.

Como tal, la piratería es una práctica de saqueo organizado o bandolerismo marítimo, probablemente tan antigua como la navegación misma. Consiste en que una embarcación privada o una estatal, a la que se denomina corsario, que ataca a otra en aguas internacionales o en lugares no sometidos a la jurisdicción de ningún Estado, con el propósito de robar su carga, exigir rescate por los pasajeros, convertirlos en esclavos y muchas veces apoderarse de la nave misma.

Se encuentra definida y penada como tal por el artículo 101 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.

Como lo ha sido siempre, la piratería en el mar no es otra cosa que un efecto directo de la anarquía en tierra, como viene ocurriendo desde hace varios años en las costas de Somalia, por ejemplo. El que como tal, es un Estado fallido y uno que, a su vez, tiene la línea de costa africana más larga.

Técnicamente, para los expertos en relaciones internacionales la piratería no es una cosa menor y se inscribe en lo que denominan “una forma secundaria o menor de la guerra”. Tal como los movimientos insurgentes terrestres, se incrementa durante la decadencia de los Imperios y los Estados.

En este caso particular, con la desaparición de la influencia de la Unión Soviética y sus Estados asociados en África estas formas de guerra irregular irrumpieron para llenar el espacio vacío que esta ausencia creaba.

Pero, como señalamos más arriba, la nueva piratería no está confinada a las aguas peligrosas del mar ni reservada a los denominados Estados fallidos, ya que son los Estados más poderosos, las potencias, quienes la han comenzado a practicar.

El mejor ejemplo histórico que se nos viene a la mente es el de los corsarios ingleses. Una práctica estatal sui géneris, especializada en el robo marítimo y en el saqueo de ciudades, puertos y mercancías.

Los corsarios disfrutaban de lo que se llamaba la “patente de corso”, es decir, de una licencia para robar y saquear expedida por el rey o por la reina. 

Este mecanismo comercial fue muy utilizado especialmente por los reinos de Inglaterra y de Francia, ya que tenían a sus propios corsarios institucionalizados pues consideraban a esta actividad lícita en tiempos de guerra.

En el pasado se consideró siempre como legítimo el uso de la fuerza militar contra estas formas de criminalidad naval. De allí el lema romano que los catalogaba como “hostes humani generis” (enemigos del género humano). 

Bajo su inspiración se permitía que cualquier navío estatal atacara y hundiera a cualquier bajel ilegal donde se los encontrara. Igualmente, sus bases terrestres podían ser atacadas y bombardeadas.

Más adelante, imperios navales como el español, primero, y el británico, después, ampliaron este concepto a los barcos que traficaban con esclavos.

Hasta hace pocos meses atrás no existía la voluntad internacional de proceder en consonancia con este espíritu. Una marina o un capitán que procediera como sus ancestros, hubiera enfrentado la ira de la denominada opinión pública internacional.

Y hubiera sido objeto de persecución por parte de aquellos que sostienen la teoría de la jurisdicción universal.

Pero, como señalamos más arriba, la peste está cambiando estas percepciones. Si ya tenemos los actos de piratería comercial a cargo de Estado poderosos, es solo cuestión de tiempo para que sean copiados por otros que lo son en menor medida.

Es más, no sería raro que se establezcan tanto las actividades de corso como que no sea mal visto reaccionar contra ellas en consonancia.

Llegado a este punto, como lo hacemos habitualmente, nos preguntamos qué respuesta le corresponde a la República Argentina. También nosotros tenemos nuestras historias gloriosas de corsarios y de piratas, como las del capitán Hipólito Bouchard.

Pero creemos que antes de llegar a ello se puede, al menos, tomar medidas concretas para preservarnos de las acciones de otros, sean de estos Estados o de particulares.

Para empezar, habría que recuperar nuestra capacidad de transporte aéreo estratégico, pues se hace necesario traer insumos médicos de lugares distantes como China.  La misma se perdió hace unos años cuando nuestra Fuerza Aérea dio de baja a los aviones Boeing 707. 

Si bien no estamos en tiempo ni tenemos los fondos para salir a comprar aviones para reemplazarlos, sí podemos modificar dos Airbus 330 de nuestra aerolínea de bandera para que puedan transportar no solo pasajeros, sino también grandes cargas.

La modificaciones a realizar no son tan sencillas como parece a simple vista, pero se pueden hacer en nuestra fábrica militar de aviones que se encuentra en Córdoba.

La ventaja que permite esta modificación, al margen de su uso dual, ya que no pierden su capacidad de transportar pasajeros, es que los aviones son de registro y de bandera argentina, y tenemos todo lo necesario para mantenerlos en servicio y el simulador para entrenar a los pilotos en el país.

Una vez más, deberemos apelar al ingenio y a nuestra capacidad de improvisación, esas características tan particulares de nuestra idiosincrasia nacional.

 

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.