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La Argentina de los consensos imposibles

Es difícil vivir en Argentina cuando se sueña con un país democrático, con un país con proyectos y escenarios que los posibiliten. El país en guerra consigo mismo agota, desgarra, desilusiona.

12 de julio, 2020 - 15:07

Es difícil vivir en Argentina. Diría que cada vez más. Y no solo por los males de la pandemia, por los males de la economía, por los males de la Justicia, esos pesares cotidianos con que convivimos férreamente.

Es difícil vivir en Argentina cuando se sueña con un país democrático, con un país con proyectos y escenarios que los posibiliten. El país en guerra consigo mismo agota, desgarra, desilusiona.

Somos borgeanos desde el primero al último, sea que se ame o se odie –así, sin término medio- al gran escritor universal. Somos también discepolianos, aunque millones no tengan idea de quién fue, del mismo modo que no tienen idea quien fue Belgrano o Joaquín V. González.

Asistimos impávidos a las enésimas disputas miserables de la política. Impávidos también a la enésima convocatoria al “gran consenso”, a la “unidad nacional”, todas cosas que distan de conseguirse como los viajes intergalácticos.

Y trataré de explicar por qué imposibles. En Argentina chocan desde hace décadas dos modos de entender la política. Uno de ellos es el que la concibe como el escenario de acuerdos, de consensos, de pactos que permitan no solo la gobernabilidad y el establecimiento de las consabidas políticas de Estado, tan habituales en otras tierras y tan negadas en estas.

Pero otra parte de la clase dirigente entiende la política como conflicto. Amparados en las ideas de Laclau y otros referentes del populismo, el arte de la política es elegir qué conflicto me conviene, para enfocarme en ése y construir desde ahí.

No le ha ido mal a quienes la entienden de esa manera. De 20 años que llevamos del siglo han gobernado 15 y están nuevamente en el poder.

Ejercer la política, entonces, no es consensuar sino derrotar. Poco importa que por momentos se ensaye un rostro moderado y consensual. Se vacíen las palabras de tanto usarlas sin sentido, cuando en realidad a la primera de cambio se nota el verdadero rostro.

Cuando se dice “terminar con el odio”, se habla de la necesidad de sentarnos a pulir diferencias, amigarnos, buscar el camino intermedio para zanjar el desacuerdo. Eso se llama política, el espacio del acuerdo.

Cuando se dice “terminar con los odiadores”, se habla de exterminar a un bando, a un lado de la grieta.

La frase del Presidente encarnó una violencia que la hace intolerable. A la altura de Luis D’Elía o el Pata Medina. Alberto Fernández hundió el cuchillo causando una herida que será muy difícil de restañar.

El mismo que, en su discurso de asunción, dijo “si me equivoco salgan a la calle y háganmelo saber”, reaccionó destemplado ante la gente en las calles.

Llegó a un posible punto de no retorno. La democracia en serio va a tener que esperar.