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Cuando el perro no es el que está loco

Los líderes políticos, en general, no han evolucionado en la forma y con la misma rapidez que los militares que los cuidan. Esa es la causa por la que muchas veces éstos deben usar su experiencia para marcar el límite en buenos términos buscando solucionar conflictos sin recurrir a las armas

14 de junio, 2020 - 12:18

Hace más de dos milenios que Platón nos advertía que los perros guardianes que nos cuidan tenían que ser bravos con nuestros enemigos pero mansos con nosotros, cuando los comparaba con los guardianes de la ciudad y se preguntaba “¿Quién nos cuidará de nuestros guardianes?”.

Pero sucede que hoy esos guardianes se muestran mansos, mientras que sus mandantes los quieren fieros, aún con su propio pueblo.

Hace unos meses lo dijo el presidente de Chile, en ocasión de los disturbios sociales que se enseñoreaban en las calles de Santiago, y sostuvo que él “estaba en guerra” contra los revoltosos. 

Más recientemente, el presidente del país con las FF.AA. más poderosas del mundo ha incurrido en el mismo error cuando habló que las proximidades de la sede de su gobierno se habían convertido en un “campo de batalla” y les pidió a sus fuerzas que lo “dominaran” sin muchos miramientos.

En ambos casos, las fuerzas militares que las Constituciones respectivas los invisten con los tremendos atributos de un comandante en jefe, supieron negarse elegantemente. 

Menos diplomáticos fueron los mandos militares bolivianos, que le hicieron saber a su presidente, Evo Morales, que no cumplirían su orden de reprimir protestas populares y le aconsejaban renunciar, cosa que finalmente hizo. 

Es de especial interés que analicemos las lecciones que podemos extraer del segundo de los casos. No solo porque el responsable de hacerlo lleva el llamativo apodo de Perro Loco, sino especialmente porque se trata de un comandante militar con amplia experiencia en este tipo de conflictos. 

Efectivamente, el general James Mattis sabe de lo que habla cuando sostiene en una carta pública al presidente Trump que: “Debemos rechazar cualquier pensamiento de nuestras ciudades como un ‘espacio de batalla’ que nuestro ejército uniformado está llamado a ‘dominar’. 

“En casa, deberíamos usar nuestras fuerzas armadas sólo cuando los gobernadores estatales nos lo soliciten, en muy raras ocasiones. Militarizar nuestra respuesta, como vimos en Washington, D.C., crea un conflicto –un falso conflicto– entre la sociedad civil y la militar. 

“Erosiona la base moral que garantiza un vínculo de confianza entre hombres y mujeres en uniforme y la sociedad a la que han jurado proteger, y de la cual ellos mismos son parte. Mantener el orden público recae en los líderes civiles estatales y locales que comprenden mejor a sus comunidades y son responsables ante ellos”.

Estas palabras están sostenidas por argumentos de doble autoridad, ya que el general, luego de 40 años de servicio militar con participación en las duras campañas militares de Irak, de Afganistán y de otras en lugares por estilo, sabe de lo que habla.

Para colmo de males, no solo vivió estas experiencias como un comandante sobre el terreno, sino también como un político, ya que se desempeñó como el primer ministro de Defensa de la administración Trump.

 

Nadie es autoridad en todo

Pero entonces, ¿estaba Platón equivocado y a los que tenemos que cuidar es a los mandantes de los guardianes?

No. Platón siempre ha estado en lo cierto. Lo que ha sucedido es que los líderes políticos, en general, no han evolucionado en la forma y con la misma rapidez que los militares.

Para empezar, por la formación, hay que admitir que si antes se bromeaba que un oficial tenía cuatro años de gimnasia y el secundario completo, hoy, todos ellos tienen títulos de grado y las maestrías y los doctorados no son raros entre los oficiales superiores.

Por ejemplo, el ya citado Mattis es licenciado en Historia y dispone de una maestría en Seguridad Nacional.

Para seguir, hay que reconocer que muchos de ellos tienen verdaderas experiencias límite a lo largo de sus carreras. Tal vez no en conflictos clásicos, abiertos, como las guerras mundiales, pero sí en conflictos de baja intensidad, en misiones de paz complejas o en tareas humanitarias en lugares remotos.

Por el contrario, muchos de los líderes políticos solo disponen de una formación general que los hace aprendices en todo y especialistas en nada. Trump –por citar un caso– ni siquiera ha tenido un cargo ejecutivo o legislativo previo que no sea el de presidente de los EE.UU.

Tampoco dispone de experiencia militar, como ha sido el caso de la masa de los presidentes norteamericanos.

Decíamos antes de que general Mattis tenía autoridad para decir lo que decía, pero ¿en qué consiste la autoridad?

La misma se reconoce cuando vemos en el otro un saber o un conocimiento superior sobre un tema determinado. Nadie es autoridad en todo, ya que se es “autoridad” en algún orden de cosas de la vida.

Lo que toda autoridad presupone es conocer la verdad y querer hacer el bien del dominio del que se trata; también, el buscarlo hacer en la forma más bella que sea posible.

Si bien la autoridad genera por sí misma cierta obediencia natural, eso no implica una obediencia, por decirlo de algún modo, “obligatoria”. 

Pero la historia y nuestra experiencia personal nos enseñan que es mejor que toda obediencia sea ejercida con un mínimo nivel de autoridad. Simplemente, hace que todo fluya en forma más sencilla.

Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.