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El tesoro escondido en la Cordillera de Los Andes

09 de mayo, 2019 - 17:42

La cordillera de los Andes esconde muchos secretos que están guardados entre sus entrañas. Momias incas, construcciones y restos de civilizaciones precolombinas. Pero los rastros de una leyenda indican que también hay oculto un tesoro de doblones de oro que se perdieron a fines del siglo XVIII y que hoy sigue oculto en algún lugar, acaso muy cerca de Punta de Vacas. Es más: documentos que se encuentran en diferentes archivos del país y del exterior confirman la pérdida de este cargamento.

El oro por rutas seguras
Desde el siglo XVII, los españoles utilizaron el camino de la cordillera de los Andes para transportar mercadería o caudales. Estos últimos eran llevados desde Chile a España por vía terrestre; primero desde Santiago hasta Mendoza en mulas y luego en carreta hacia Buenos Aires, para luego cruzar el Atlántico en buque, hasta el puerto de Cádiz. No cabe duda de que ésta era la ruta más corta y más segura, ya que se eliminaba el viajar desde el Océano Pacífico hacia el Atlántico en barco y pasar por el Estrecho de Magallanes, desviándose miles de kilómetros hacia el sur.


Un viaje complicado
A fines de noviembre de 1793, un transporte de caudales conducido por cinco personas, partió con 33 mulas desde la Casa de la Moneda en Santiago de Chile con rumbo a Buenos Aires. El administrador revisó el cargamento en detalle, contando los doblones de oro y selló cada bolsa de cuero. Luego entregó a los muleteros -como les decían en aquellos años- los zurrones, quienes los cargaron en las mulas.

Todo estaba listo y partieron por la calle principal; cruzaron el puente del Mapocho y siguieron hacia el “camino Real”. Después de realizar la primera parada en la estancia de Chacabuco, se dirigieron hacia el pueblito de Los Andes; desde allí realizaron el monótono itinerario que recorrían desde hacía años: Río Colorado, Ojo de Agua, Guardia Vieja, Las Peñas, Juncalillo, las Calaveras.

Luego de 8 horas de viaje, acamparon y desmontaron el precioso cargamento de las mulas. Dos de ellos se encargaron de cuidarlos y los otros restantes descansaron a la orilla de un arroyo. Este descanso se hacía antes de cruzar lo más alto de la cumbre, es decir, por el Paso de Bermejo, a 3.850 metros sobre el nivel del mar.

Al llegar al Paramillo de Las Cuevas, ya en territorio mendocino, un temporal de nieve atrapó a los transportistas. Faltaba poco para llegar a la casucha del Paramillo.

Abrigados con sus ponchos, el viento blanco pegaba en las caras curtidas de aquellos abnegados individuos.

El esfuerzo valió la pena y pudieron llegar a la casucha que estaba provista de leña, alimentos y abrigo para pasar allí hasta que amainara el temporal. Cuando la tormenta de nieve se disipó siguieron el camino hacia Mendoza.
Llevaban un día de atraso y el capataz decidió emprender una marcha nocturna, que era bastante peligrosa, pero la carga había que entregarla puntualmente y no había tiempo que perder.

En esa noche, para poder sobrellevar el frío, los cinco troperos se abrigaron muy bien y dos de ellos ingirieron más aguardiente de lo debido. Desde allí partieron rápidamente. La luna llena hacía su aparición en el oscuro cielo entre las montañas y en un lugar llamado Peñón Rajado, las cargas se cayeron al lecho del río, sin que los últimos se dieran cuenta. Cuando llegaron al amanecer, notaron que faltaba parte del cargamento.
Al enterarse el capataz, comenzó a pelearse con los dos responsables de la pérdida. Luego llegaron a la ciudad y tuvieron que realizar las descargas pertinentes ante el administrador de Aduana, quien les inició un sumario a cada uno de ellos.

La ira de un virrey
Al enterarse el Virrey Nicolás de Arredondo del extravío de los doblones de oro, casi se volvió loco y ordenó al Real Consulado de Buenos Aires - a cargo de un joven licenciado llamado Manuel Belgrano-  a enviar urgente a Mendoza a Juan Antonio Caldera y Vivar, con el objeto de buscar el valioso cargamento perdido en la cordillera.

Luego de un viaje de dos meses, Caldera llegó a la aldea mendocina y comenzó con las investigaciones, interrogando a los transportistas y llegando a la conclusión de que la estimada carga se había extraviado en un punto de la cordillera cercano a Punta de Vacas. Hasta allí viajó en varias ocasiones sin encontrar ni rastro de un solo doblón. Después de buscar unos meses, el comisionado Juan Antonio Caldera y Vivar tomó la primera galera y regresó hacia Buenos Aires.

Doblones malditos
Pasaron muchos años... cierto día, un anciano -que en sus tiempos de juventud había escuchado aquella noticia de la pérdida de los doblones-, se animó a investigar en la zona. Con perseverancia, el viejo buscó por los lugares que tradicionalmente se señalaban. Al parecer, la suerte estuvo de su lado y pudo dar, en una barranca del río Mendoza, con cientos de monedas de oro; eran parte del tesoro perdido a fines del siglo XVIII.

Con la ambición de encontrar la otra parte del precioso cargamento, el anciano se refugió en una cueva, alojándose por varios meses.

El viejo se enfermó con cierta gravedad y, sabiendo que podría morir, enterró gran parte del tesoro a orillas de un arroyo, muy cerca del lugar donde habitaba. Como sabiendo que acercaba su hora, casi sin fuerzas, tomó su mula y se dirigió a Uspallata.

Varias horas después, llegó a la vieja posta y contó que había encontrado el cargamento de los doblones de oro perdidos en 1793. A los pocos días el viejo murió llevándose a la tumba el secreto.

Sabemos que hoy aquellas monedas de oro siguen enterradas en algún lugar de la cordillera.