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Volver a los 17

29 de junio, 2020 - 20:07

Son esos viejos amigos. Acaso más fieles, de esos que no se miran el ombligo a menudo, más allá que lo tienen y cómo. Son aquellos compañeros que te vieron llorar, rezar, ilusionarte con la más linda del Colegio Normal. Tener hermanos a montones, cantar y silbar a todo volumen cuando esbozabas tus primeros garabatos escritos y gráficos. O guitarrísticos.

Son aquellos amigos que metódicamente limpiabas y dejabas sonar, en una gira mágica y misteriosa, con el Epic, Columbia, CBS y un perrito RCA Victor que nunca se mareaba pese a que tenía más vueltas que el Barcelona. 

Flashback. Un Combinado de Elena, por la cual gasté púas Zafiro de tanto hacerlo sonar. Que de Heleno, Palito y Sergio Denis, Gaby Fofo y Miliki de repente se transformaba en Beatles, Zeppelin y Emerson Lake y Palmer, así con solo sacarlo y ponerlo hacia el centro de su inigualable ombligo. Y vueltas y vueltas que se convertían en un sonido seco, de fritangas, escandalosos saltos en largo que ponían los pelos de punta de un hermano mayor, dueño de ese vinilo, o del compañero de colegio que te lo había prestado. “Yo no lo maltraté, ya estaba así, te lo juro”. Solo nos faltaba jurar por los santos evangelios para convertirnos en funcionarios de una mentira de viernes por la tarde.

Y ojo que a veces la taba se invertía. Como aquel pibe que le prestaste “With the Beatles” o aquel otro del “Ummagumma” de Pink Floyd. Un día los vagos abandonaron el Agustín Alvarez y ya no los viste nunca más; ni a ellos ni a los discos… Las cuentas de Facebook o Wattsapp, en ese entonces, solo eran cosas de la CIA... 

Seguiamos la ruta del vinilo por lo del Piggy, allí en la calle Victoria, lo del Carlitos Acevedo en Las Heras y en el propio comedor de la Roberto T Saravia, mi casa hasta los 17 años, para entre pelotazos de Ping Pong, escuchar una y otra vez los del Flaco Spinetta (todos sin excepciones), el “Bicicleta” de Serú con los Reyes, el Tano Capretti, el Roberto Claros y algún otro flagrante extravagante. 

Un día todos los vinilos se fueron al cielo. A un mueble, a un depósito y en los tantísimos cambios de vidas (y hábitos porque no) fueron a parar al puesto cien de nuestras urgencias. Recuerdo la cara de tristeza de papá, el día que tuvimos que mudarnos de San José a la casa de mis tías. Miró con nostalgia por última vez su colección de discos de pasta y se los regaló a un vecino. No había lugar para ellos en un sitio tan pequeño como al que íbamos. 

Y en el propio mandato de una nueva vida, en el acuerdo de sociedad conyugal miré con afecto los tesoros de tantos años y me despedí de boletos de colectivo, pasajes de avión, decenas de correspondencias con novias y amistades de todo el mundo, para que solo quedasen en el archivo de mi memoria. A contrapelo del mandato social, defendí con ahínco la conservación de vinilos. Sí, aquellos viejos amigos.

Pese a que el tocadiscos era cosa del pasado y pese a que los casets, como luego los CD y sus etcéteras se habían puesto el ropaje del sonido, que obviamente no era monoaural y tampoco Stéreo así escrito con S… No los tiré, ni regalé pese a la lógica del tiempo real, de su inutilidad en la practicidad del capitalismo. Los sostuve a la espera de dejarlos sonar algún día. Y ¿para qué? es la filosofía de un refutador de leyendas. Contra todo, tesoros que sobrevivieron al tiempo y a los saqueos. 

Así como un día los mataron, un día los resucitaron. La industria claro. Antes eran malos y hoy son la novedad. Pero en fin, hasta en los campos de guerra puede emerger una flor. 

Reencontrarse en el formato vinilo con las canciones que hoy encontrás hasta en el ultramoderno Spotify no tiene precio. Escuchaste cientos de veces esas canciones en todos los formatos posibles, pero el vinilo es magia. Es ver otra vez a Bochini, al Loco Houseman, al ratón Ayala, al Negro Zolorza. Es reencontrarse con tus viejos amigos. Spinetta, Los Beatles, Al Green, Queen, en el circulo negro de la amistad y el sonido inicial de nuestras vidas. La Gringa, la Nina, la Ana, la China y el Negro en la cocina tomando mate. Los vagos que te vienen a buscar para el picado contra los del otro barrio. La vida sin internet. El 7 y el 9. Tu calle. Tus sobrinos tarareando "Love me do", Abba y Los Bee Gees.

Es cruzar la calle para comprar la soda y el vino en Don Matos y la carne en Don Blas. La Peluquería La Juventud. Los Talleres de la TAC. La magia del Angelito Talaguirre. El Ocho peso tirado al lado de la acequia, con la botella de Talacasto llena con agua de la acequia. El "Abrilojo" del Panica. Los coscachos en la plaza. El bailongo en el patio de casa, con un disc jockey de dos bandejas.

Es volver a los 17.