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El fútbol que nos iguala

Las pibas y pibes de hoy pueden contar que vieron a la Selección argentina campeona, como muchos compatriotas vieron en el 78 y el 86

19 de diciembre, 2022 - 07:42

Pienso en los Jeros, las Juanitas, los Lucas, los Theos, Juanis, Malenas, Mateos, las Anitas, Claritas, Cibeles, Pablitos; los Evo, Delfis, Faustinos, Francos, Santis, Santinos, Sheilas, Brianes, Isabellas, Pieros, Julianes, Laureanos y Bernarditas; en sus nombres los de tantos otros millennials y centenials que bailan Thriller y tararean Beatles, porque el fondo los ritmos –más allá de las formas– nunca pasan de moda.

Ellos y ellas, junto a los Celes, Luces, Flores, Hugos, Emilias, Joacos, Colos y Alexis, ¡salud!, nunca habían visto aquello de la Argentina campeón. 

Hasta ayer, los millenials y centenials nunca habían leído el “Argentina campeón del Mundo” impreso en los diarios y tampoco linkearon el título que los lleve certeramente al corazón de una celebrada nota, en donde se refleje el centro de la alegría, la feria de las naciones. 

Sabían, gracias al árbol genealógico de tíos, papás, mamás y la memoria gentil de los abuelos, que la Albiceleste había levantado dos veces el trofeo dorado, el que entre sus brazos sostiene el mundo.

Los X y Z sabían que ese copón recibió besos brujos –Kempes, Luque, el Diego, memoria emotiva del team Flaco y el team Narigón, como también de Ronaldinho o Zidane– y algunos besos forzados, que flaco favor le hicieron. Y ayer vieron por primera vez el beso de Messi y los suyos.

Pese a que nunca habían visto a la Selección argentina campeona mundial, la genética pasional y generacional por la Albiceleste nunca se ha manchado. Y cada cita con el seleccionado ha sido constantemente una conspiración con la esperanza. Antes y ahora.

Aquellos niños, que fueron nuestros viejos o abuelos, lloraron cuando la radio decía que un tal Grillo hizo un gol imposible y le metió un flor de piquete de ojos a los piratas. Y acaso fruncían el ceño ante el tablero del Alumni, por el triste destino de la ‘celeste y blanca’ en Suecia.

La genética pasional guarda en la memoria cuando Rattin tocaba el banderín de la reina tras su injusta expulsión ante la Inglaterra. Y bueno, somos ‘animals’ o ‘vulgares’ desde entonces. Y desolados quedamos cada vez que nos quedamos afuera de un Mundial o nos volvimos antes de tiempo.

Nuevamente frustrados si la Naranja Mecánica nos hace ocho goles en dos partidos como en 1974 y felices cada vez que la taba se de vuelta como cuatro años después de ese hecho gracias al Pato, Leo y el Matador o como ahora gracias a las manos del Dibu Martínez. 

Y redoblamos las ilusiones cada vez que aparece un crack como cuando irrumpió el tal Diego, o alunizó en la patria futbolera el rosarino Leonel.

Guardamos en el ADN las postales de ese suelazo de Kempes, que empujamos todos hasta quedar desafinados, en los extensos abrazos alrededor de una mesa de comedor. Y la cometa Maradó que dejó el tendal de los shit ajenos para catapultarnos de la silla luego de tocarla a la red.

 

 

Aun en el destino de un Gardel exiliado, de una patria fusilada, el amor nunca se manchó. Tampoco la nostalgia por nuestro primer país, ese del distrito del zaguán, el de la localidad de un patio en el que jugábamos el cabeza a cabeza con nuestros hermanos, o de la provincia de enfrente, ese baldío al que cada tarde, siete para siete, u ocho para ocho, salíamos a defender el honor del barrio. “Oh, no te vayas campeón, quiero verte otra vez”, era el himno de nuestra alegría. Esa era nuestra Argentina…

Cuando juega la Selección, juegan nuestras propias Argentinas. Las que cada quien construyó desde sus propias vivencias. 

Juegan allí los recuerdos de tu pequeño país de infancia, cuando aprendimos a quererla. Juegan los amores eternos, los juguetes perdidos, el árbol de la puerta en el que tallamos el nombre de ella o él y creció o lo talaron… Juega el que la guita no le alcanza, el productor al que lo golpeó la piedra, la desempleada y las o los que, pese a todo, siguen soñando un país mejor, aunque también jueguen los Sebrelis negadores de la vida. Juega todo lo que nos pasó y nos pasa.

 

 

Juega la conversa diaria con la gente de tu laburo, la de los grupos de WhatsApp que al instante traducen nuestras emociones.

Frente a una tele puteamos, lloramos y reímos con fuerza desde cada de nuestras argentinidades construidas.

En algún caso aferrados a la camiseta de piqué que nos regalaron los Reyes cuando niños y nos acompaña de cábala y como bandera identitaria de nuestros recuerdos, o la de un cercano ayer, que dice Riquelme en la espalda.

Símbolos desde este lado del mundo como el café, el mate, el dulce de leche, como los libros y la guitarra.

Se juega, se pone todo, la alegría y la tristeza. Juega lo que fuimos y lo que somos.

La vida que anda por acá, y la que sale a festejar a la calle. Todo gracias a la pelota que nos iguala.

Los millennials y zetas portadores de la genética que no se mancha, ahora tienen esta nueva épica por contar. La Pulga bailando en la taberna croata y diciéndole al niño Julián que centella: ‘tomá y hacelo’. Y una final para el infarto, que terminó 3 a 3 ante la dura Francia y que se definió por penales… 

Un sueño que nació y creció desde las cenizas de la frustración en Rusia. Un equipo que fue amaneciendo y generando una empatía con los X - Z y los menos jóvenes.

Testigos llorones y felices de la película del joven director Scaloni, llamada La Scaloneta que tuvo escenas inolvidables en Brasil e Italia y vivió ayer su final feliz: el beso brujo entre Lionel Messi y el anhelado copón dorado.

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