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Silencioso pero mortal azote en Mendoza: la tragedia provocada por una epidemia de cólera en 1886

La imprudencia, una serie de fallas y la falta de prevención en Buenos Aires hicieron que la terrible enfermedad llegara a nuestra provincia, cuyos gobernantes la enfrentaron con criterio y entereza

30 de octubre, 2023 - 09:31

A fines de 1886, y en un tranquilo rincón de Mendoza, en el apacible distrito El Plumerillo, una humilde mujer suspiró por última vez, marcando el inicio de un capítulo oscuro en la historia de esta tierra. Por segunda vez, desde los días de la colonia, el temido cólera había llegado a las tierras de Mendoza, sembrando el miedo y la incertidumbre entre sus habitantes.

El relato de esta tragedia tiene un prólogo peculiar, protagonizado por un barco italiano que, en lugar de traer riqueza y prosperidad, desató el caos.

Proveniente de Nápoles, ese barco llegó al puerto de Buenos Aires, aunque su entrada ya había sido prohibida en Brasil y Montevideo debido a la enfermedad que aquejaba a algunos de sus tripulantes.

La imprudencia imperante en aquel momento, junto con la falta de prevenciones, permitió que el cólera se propagara rápidamente en la ciudad porteña y, desde allí, se expandiera como un lamento a lo largo y ancho del territorio argentino.

De alguna manera, el destino caprichoso o la negligencia de las autoridades de entonces conspiraron para que este flagelo se precipitara sobre Mendoza.

Sala de un hospital colmada de pacientes que contrajeron la mortal enfermedad

Sin embargo, en medio de la oscuridad surgió un rayo de esperanza. El gobernador Rufino Ortega, con visión y previsión, formó un comité de higiene compuesto por médicos locales destacados. Además, decretó una cuarentena de siete días en la frontera para todas las personas que intentaran ingresar a la provincia.

No obstante, esta medida fue recibida con desaprobación en Buenos Aires, donde el ministro del Interior, Eduardo Wilde, exigió su revocación, argumentando que afectaría negativamente el comercio. Ante la presión, Ortega se vio forzado a levantar la cuarentena a pesar de las posibles consecuencias.

Pero Mendoza no se rindió. Luis Lagomaggiore, al mando de la capital, ordenó urgentes medidas sanitarias: la quema de basura, la desinfección de letrinas con cal, el riego constante de calles y un escrupuloso celo en la limpieza de casas y veredas.

El gobernador Rufino Ortega estaba al frente del Ejecutivo cuando se declaró la epidemia
Eduardo Wilde, ministro del Interior en 1886, desaprobó las medidas del gobierno mendocino

 

La lucha contra la epidemia

El Hospital San Antonio se transformó en el Lazareto de coléricos, aunque su capacidad no fue suficiente para atender la avalancha de pacientes. Para abordar la crisis se organizaron lazaretos auxiliares en domicilios particulares, y en esa lucha no solo participaron médicos locales, sino también valientes profesionales de otras provincias.

En este momento crítico se forjó una comisión de la Cruz Roja, compuesta por inmigrantes españoles e italianos, entre ellos Antonio San Romerio, un ibérico que presidió la institución, y otros miembros del llamado Comité Popular.

Estos héroes y otros, como Sebastián Samper, Antonio Gigli, Ventura Gallegos, Jacinto Álvarez, Carlos Alurralde, Adolfo Puebla, y muchos más, se entregaron con fervor a la misión de socorrer a las víctimas, demostrando que la solidaridad supera las fronteras.

Mendoza ya había sido devastada por el violento terremoto de 1861

A pesar de los esfuerzos titánicos, la enfermedad se propagó como un silencioso bichito. Mendoza, lamentablemente, perdió entre 2.000 y 4.000 almas en medio de esa crisis. Las camas para los pacientes escaseaban, lo que llevó a la atención domiciliaria y a la organización de comités compuestos por médicos locales y extranjeros.

La ciudad quedó desolada; incluso los empleados municipales se negaron a enterrar los cuerpos, y la tarea recayó en los internos de la Penitenciaría.

En momentos de catástrofe, la prensa mendocina se convirtió en un recurso invaluable, compartiendo consejos vitales para evitar la enfermedad. Las recomendaciones iban desde la abstención de consumir frutas y bebidas alcohólicas, la moderación en el esfuerzo físico y hasta la preferencia por carnes y pescados fritos o asados. Además, se prohibió el uso del agua de acequias.

Con los primeros meses del año siguiente, la epidemia comenzó a ceder y las víctimas mortales se hicieron menos frecuentes hasta que, finalmente, el cólera desapareció.

Después de la tragedia, Mendoza se alzó triunfante, habiendo enfrentado la adversidad con valentía y solidaridad, dejando una lección de coraje y unidad que perduraría en su historia como un faro de esperanza en tiempos de oscuridad.