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Aquel César Luis, el Flaco Menotti...

El escritor y periodista mendocino nos trae un emotivo recuerdo sobre César Luis Menotti, fallecido el domingo pasado

06 de mayo, 2024 - 19:45

Fue para mí una especie de superhéroe en el Mundial del ’78. Su aplomo, su aparente ausencia de ego y de manifestaciones rimbombantes (aún cuando salió campeón) me hacía admirarlo. Lo veo saliendo del túnel para sentarse en el banco, con su sobretodo largo, el faso eterno y el mechón rebelde sobre la cara, que corría con su mano.

Quizás sea por mi edad en aquel entonces, pero Menotti se me representaba como el jefe de otros superhéroes míos que habitaban ese equipo. Equipo colectivo en el que todos aportaban su cuota, todos eran necesarios, no había un “gran sobresaliente”.

Estaba Kempes, el Matador, que empezó a motrarse más en la segunda fase. Estaba Luque, el gran héroe de la clase trabajadora, una especie de Facundo Quiroga lleno de huevos que jugó quebrado y volvió, incluso, luego de la trágica muerte de su hermano en un accidente, cuando viajaba a Rosario para verlo en la segunda ronda.

Estaba Tarantini, el menos dotado con la pelota, un poco tarambana pero con tanta gana que se hacía querer.

Estaba Ardiles, callado e indispensable; un señor, un Lord, una especie de John Deacon en Quenn, inmortalidado en una foto volando por el aire tras enorme patadón del contrario.

Estaba Bertoni, que puteaba de lo lindo a los rivales, y estaba el Loco Houseman, quien luego contaría que el mismo día del comienzo del Mundial los milicos sátrapas tiraban abajo con las topadoras la villa miseria donde había vivido. Estaba el Tolo Gallego, lo más parecido a esos carniceros que se cargan la media res al hombro y la tiran arriba de la sierra sin fin para cortarla en tiras.

Y, obvio, allá en el fondo quién sino: el Pato Fillol, el más grande entre los grandes. El ídolo total, el reaseguro de que nada podía ir mal si él atajaba, sobre todo porque además en el banco estaba el discutido Chocolate Baley, una máquina de hacer cagadas.

También había antihérores, claro: uno era el capitán Pasarella. Un capo jugando, pero seco, mal llevado y medio sorete. Y el Beto Alonso, que nadie lo quería en el equipo; Menotti lo tuvo que poner por un apriete de la Armada, de Lacoste, el director del EAM ‘78.

A todo ese equipo el Flaco lo condujo con maestría, forjando su leyenda de sabedor de fútbol y de la vida, que comparto. Menotti era el fútbol mismo. La contracara de Bilardo, más artero, tramposo, amante del resultado por sobre el juego mismo, aunque también querible.

Por si fuera poco, Menoti tenía cultura y conciencia social, aunque se tuvo que comer la fotito dándole la mano a Videla en la concentración. Al mismo tiempo que, según él mismo contó, tenía guardados en su casa un par de militantes comunistas perseguidos por la patota de la dictadura. Hablamos del mismo Menotti que antes de salir a jugar la final les dijo a los muchachos: “Miren las tribunas, jueguen para ellos”

Tengo recuerdo grabados a fuego de aquellas jornadas: las idas nocturnas al centro a festejar el 6 a 0 a Perú y luego el campeonato. Y la vecina de al lado trayendo escrita a mano la carta ésa que todos hacían circuilar con una receta de Pato a la Naranja o algo así, en la que los ingredientes eran los jugadores de Holanda.

Hablo de la misma vecina que le compró al boludo del hijo el casete de Yiyo Arangio con todos los goles del mundial. Nos torturó días y noches hasta que terminamos todos odiando a ese relator.

Para terminar, me acuerdo, también, de los meses previos al Mundial y la ansiedad que nos ganaba. La marchita compuesta por Ennio Morricone sonaba hasta en la sopa.

Yo trabajaba en un taller mecánico en las vacaciones y, como es costumbre en esos sitios cada cliente debía pagarse la botella de Coca y las Criollitas o las Desayuno. Empezamos a juntar las tapitas con las banderas de los países participantes que venían pegadas en el reverso.

Unos plastiquitos que luego se pegaban en un álbum y se canjeaban por algo. Diariamente juntábamos todos los chapitas en una cajita. Una de cada dos o tres era la de Suecia, la fácil, y la difícil era la de Argentina. Pero una tarde gloriosa e inolvidable yo destapé la Coca y allí estaba, entre mis manos, la celeste y blanca.

Fue una fiesta, a todo el que venía se la mostrábamos. Pero yo tenía 12 años y no me pude contener: a los dos días me la afané… me la choripié vergonzosamente y acá no pasó nada. “Nene, cómo puede ser que no esté más la tapita de Argentina”, me interrogaba todos los días el jefe y también mis compañeros. Yo me hacía el pelotudo y negaba todo, como corresponde, y el asunto se fue diluyendo con el tiempo.

Nunca la devolví. Tampoco la pegué en ningún lado ni me gané ningún premio.

Para ser franco, jamás supe dónde mierda la guardé y nunca más la vi.

Hoy, que cualquier huevada vieja es susceptible de generar ganancia, quién sabe, capaz que me llenaba de guita…