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La política y la decadencia

Hay un recurso que muestra claramente la incapacidad, y hasta la patología del ejercicio político en nuestro país: es la comparación. No resulta necesario remontarse a las naciones con las que nos comparábamos y competíamos hace un siglo. Vale darse una vuelta por Latinoamérica.

07 de octubre, 2019 - 07:18

Las interpretaciones sobre nuestra larga decadencia como país abundan. Las hay de todo tipo, y rozan explicaciones que comprenden lo sociológico, lo político, lo económico, lo cultural, lo racial.

Algunos sitúan las fuentes afuera, otros adentro; en una clase, en una corporación, en la injerencia de los poderosos, en la inacción de las masas, en la abulia, en la anomia.

Lo cierto es que en todas esas partes puede haber un poco de verdad, un poco de fantasía, o irresponsabilidad pura, poner las culpas en otro lado.

Pero hay un recurso que muestra claramente la incapacidad, y hasta la patología del ejercicio político en nuestro país: es la comparación. No resulta necesario remontarse a las naciones con las que nos comparábamos y competíamos hace un siglo: Estados Unidos, Australia, las potencias europeas. Vale darse una vuelta por Latinoamérica.

En estos días leímos en los diarios de una nueva crisis política en Perú. El presidente Martín Vizcarra disolvió el Congreso, en una lucha de poderes que alcanzó un pico dramático.

Pero repasando la historia peruana de los últimos años resulta solo un incidente menor. Los últimos presidentes peruanos han terminado con sus huesos en la cárcel, suicidados antes de su detención, y hasta prófugos para evitar el juicio político.

Alan García, Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski, Ollanta Humala, todos tienen o tuvieron las celdas como horizonte certero.

En Argentina, si un funcionario o aspirante es denunciado, los mercados se disparan, la inestabilidad trastorna el valor del dólar, las inversiones huyen, los ciudadanos retiran sus ahorros, hay corridas cambiarias, la sensación de zozobra pone todo patas arriba, y eso que la Justicia hace nada de nada.

Ni siquiera condena a un funcionario que atrapa fugando millones o revoleando bolsos tras los muros de un convento.

¿Qué pasó en Perú tras los tremendos terremotos políticos de que dimos cuenta? Deberían vivir en una miseria, estancamiento y disolución social sin precedentes. Pero no. La economía peruana lleva 20 años de alto crecimiento ininterrumpido. Han superado el 6% en los mejores años, y bajaron apenas por encima del 2% en los peores. La pobreza, que superaba el 50% en 2005, ha descendido al 21% para el cierre del ejercicio 2018.

Las reservas de su Banco Central alcanzan al 35% de su Producto Bruto Interno. Para estar en índices similares, las nuestras deberían estar bastante por encima de los 200 mil millones. Aquí no llegan al 10% del PBI.

¿Por donde pasa la diferencia? Perú tiene unos parámetros establecidos que respeta a rajatabla. Equilibro macroeconómico, independencia absoluta del Banco Central, tratados de libre comercio cada vez más extendidos, apertura a inversiones. La inflación hace años que no es un problema.

Los políticos, sean cuales fueran, pueden hacer todos los desaguisados que quieran. Pero esos puntos básicos no se tocan. El consenso alcanzado es inalterable, y la economía supera las turbulencias políticas sin enterarse, aunque se descabecen poderes de un plumazo.

Si nos comparamos con el vecino Chile, encontramos fenómenos parecidos en el funcionamiento de los acuerdos básicos. En este caso con un orden político encomiable. Luego de la Concertación de Ricardo Lagos, llegó la izquierda con Bachelet, la derecha con Piñera, nuevamente la izquierda con Bachelet, nuevamente la derecha con Piñera. ¿A alguien se le ocurrió derribar los consensos? No, rotundamente no.

Podría seguir con ejemplos. En la democracia uruguaya pasaron Blancos, Colorados y el Frente Amplio. Nadie “refundó” el Uruguay. Tampoco nadie lo “refundió”. Uruguay tiene un PBI per cápita cercano a los 25 mil dólares anuales, nosotros de 20 mil. Chile más de 27 mil.

La conclusión es triste: la política argentina aún no ha hecho la primera tarea para salir de las crisis permanentes y de la decadencia.

Puede haber algún año de crecimiento, de la mano de milagros como la soja voladora de Néstor o alguna sequía que mejore las recaudaciones de momento. Pero el denominador común es no crecer, no avanzar, no mejorar.

Y de milagros no viven los países, porque en el transcurso, todo va empeorando. Lo vimos con la educación, con el capital social, con la infraestructura.

Mirando hacia adelante, luego de que todos los candidatos convocaran a pactos, consensos y demás, lo que se ve es patético. El candidato con más posibilidades de alzarse con la victoria está construyendo sus pactos con dos corporaciones: la UIA y la CGT. Solo coquetean con sumar a un tercer actor, los famosos movimientos sociales, gerenciadores de la pobreza.

El poder en la Argentina no es un medio, el medio para mejorar la situación. Es un fin: quieren tenerlo para seguir teniéndolo, para tejer alianzas que permitan conservarlo. Es el activo más importante y deseado de los políticos. Es el afán de la perpetuidad.

EL partido más importante de la argentina, claro, es un partido corporativo. Nacido en la admiración de Mussolini, Franco y otros líderes por el estilo. El pacto no va a ser de la sociedad, va a ser solo de corporaciones.

Se necesitó, para esto, contar con una sociedad de una ignorancia política supina. Una sociedad que elige ídolos, que los sacraliza, y ahí los pone hasta la desilusión o hasta la muerte. La sociedad construye altares para la política.

El rol verdadero es otro. La política, desde su origen helénico, es el lugar de encuentro. De allí nace hasta el vocablo. Es en origen el consenso, el lugar donde se unen los distintos para llegar al pacto, al acuerdo, a las bases de lo que se debe hacer.

Por estos lares, de eso ni nos enteramos.