|14/09/18 08:09 AM

La agenda oculta

El debate político se ha trasladado a los contenidos duros del pasado, como la economía, la defensa  y las relaciones internacionales, para pasar a ser dominado por temas blandos como las relaciones de pertenencia del individuo con aspectos comunitarios como su cultura, su raza o religión

14 de septiembre, 2018 - 08:14

No deja de ser llamativo que el debate político se haya trasladado de los contenidos duros del pasado, tales como la economía, la defensa, las relaciones internacionales, para pasar a ser dominado por temas blandos, pero mucho más profundos, como las relaciones de pertenencia del individuo con aspectos comunitarios como su cultura, su raza o su religión.

De un tiempo a esta parte, más precisamente con la irrupción de lo políticamente correcto, a caballo de la década del 70, se impuso un multiculturalismo, que de la mano de la globalización pretendía homogeneizar a las sociedades a través de la imposición de contenidos comunes sobre una concepción determinada del hombre y la sociedad.

Estos contenidos derivados del marxismo cultural propugnaban una sociedad igualitaria en la cual las minorías podrían, no solo mantener, sino –de paso– imponer sus creencias y valores culturales a las mayorías. De esta forma se fueron imponiendo las ideas del matrimonio igualitario, los transgénero, del aborto, entre otras que podrían citarse.

Como tal, el marxismo cultural es una derivación del viejo marxismo-leninismo de la vieja Unión Soviética. Se lo conoce comúnmente como “multiculturalismo” o, menos formalmente, como lo “políticamente correcto”. Desde sus inicios, sus impulsores sabían que podían llegar a ser más efectivos si disimulaban el origen de sus ideas, de allí el uso del término “multiculturalismo”.

El marxismo cultural comenzó inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. La teoría marxista había pronosticado que ante el evento de una gran guerra europea, la clase trabajadora se sublevaría contra el capitalismo y crearía el socialismo que, luego, daría lugar, al comunismo. Pero cuando llegó la guerra en 1914, esto no sucedió. Y cuando finalmente ocurrió la Revolución Rusa en 1917, los trabajadores en otros países europeos no la siguieron. Algo había salido mal. 

Ante ello, dos teóricos marxistas, Antonio Gramsci en Italia y Georg Lukács en Hungría, llegaron a la misma conclusión: la cultura occidental y la religión cristiana habían enceguecido a la clase trabajadora con sus verdades, de tal modo que los intereses marxistas de clase eran imposibles de alcanzar en Occidente hasta que ambas estuvieran destruidas. 

En 1919, Lukács se preguntó: “¿Quién nos salvará de la civilización occidental? El mismo año, cuando se convirtió en comisario de cultura del gobierno bolchevique de Bela Kun en Hungría, uno de los primeros actos de Lukács fue el introducir la educación sexual en las escuelas públicas. Él sabía que si podía destruir los valores tradicionales occidentales sobre el sexo, habría dado un gran paso para la imposición del marxismo cultural. 

En 1923, inspirado parcialmente por Lukacs, un grupo de marxistas alemanes establecieron un grupo de pensamiento en Frankfurt, Alemania denominado el Instituto de Investigación Social. Este fue conocido simplemente como la Escuela de Frankfurt, la que se convertiría en la impulsora mundial del marxismo cultural.

A partir de su fundación los miembros de esta escuela (Max Horkheimer, Theodor Adorno, Wilhelm Reich, Eric Fromm y Herbert Marcuse, solo para mencionar a los más importantes) sabían que debían contradecir a Marx en varios puntos. Para ello argumentaron que la cultura era no solo una parte de lo que Marx llamaba como la “superestructura” de la sociedad, sino una variable independiente muy importante. 

También, dijeron que la clase trabajadora no lideraría la revolución marxista, porque se había transformado en parte de la clase media, el odiado burgués. ¿Quién lo haría? En 1950, Marcuse respondió la pregunta: una coalición de negros, estudiantes, feministas y homosexuales.

Gramsci enseñó que al marxismo no se llegaría por la lucha de clases sino por la destrucción del sentido común cristiano. Al efecto, era necesario cambiar la cultura, imponiendo la de lo “políticamente correcto". Con contenidos tales como: el matrimonio igualitario, la violencia de género y la legalización del aborto.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la Escuela de Frankfurt se quedó en los EE.UU. y tomó a Hollywood por asalto. Desde allí se difundió, a través de películas y de shows de TV que había que liberar al sexo de cualquier atadura, elevar el principio del placer sobre cualquier otro el de realidad, crear una sociedad sin trabajo y solo hecha para divertirse (en palabras del propio Marcuse: “Hacer el amor, no la guerra”). 

También, se inventó lo que se denominó como la “tolerancia liberadora”, a la que definió como la tolerancia para con todas las ideas de la izquierda y la intolerancia para con todas la provenientes de la derecha. 

Para hacer corta una historia larga hay que reconocer que como pasa con tantas otras modas culturales, el multiculturalismo, llegó –finalmente– a la Argentina. Tarde, pero llegó. Concretamente, durante los gobiernos de los Kirchner se sancionó una batería de leyes en consonancia con estas ideas. A saber: en el 2006, la Ley 26.150 de Educación Sexual Integral, en el 2008, los Lineamientos Curriculares para la Educación Sexual Integral, en el 2010, la Ley 26.618 de Matrimonio Igualitario y en el 2012, la Ley 26.743 de Identidad de Género.

Como ha sucedido con tantas otras políticas, el Gobierno de Cambiemos eligió, no solo continuar con lo políticamente correcto, también, profundizarlas en la misma dirección que traían.

Sucede que uno de los principales asesores presidenciales es el sociólogo ecuatoriano Jaime Durán Barba. Un ideólogo formado por conspicuos marxistas mendocinos como Ezequiel Ander Egg y Enrique Dussel en la década del 70.

Otros menos formados lo secundan, como el poderoso primer ministro, Marcos Peña. Otros, como Elisa Carrió, se le enfrentan en la superficie, bajo la máscara de la mística popular, necesaria para hacer tragar los bocados más amargos a los seguidores, pero que acuerdan con él en aras de la gobernabilidad.

Todo ello quedó de manifiesto, muy claramente, durante los debates parlamentarios a caballo de la ley que propugnaba el aborto legal y gratuito. Pero, lo notable fue que esta vez se produjo una efectiva reacción de la sociedad civil, la que no sólo impidió la aprobación de la norma, sino que generó una serie de nuevos colectivos políticos.

Salvando las necesarias distancias con otros países, notablemente con Rusia, los EE.UU. y con Brasil, esta reacción no ha sido extraña ni ha estado desconectada al surgimiento de líderes que eran, en su momento, outsiders y que se oponían al main stream propugnado por los respectivos establishments de lo políticamente correcto. Los casos más notorios han sido los de Vladimir Putin en Rusia, el de Donald Trump en los EE.UU. y el de Jay Bolsanaro en el Brasil. A la par, de un profuso surgimiento de diversas figuras políticas –todavía de segundo orden–, en numerosos países del mundo.

Así como están las cosas., lo cultural ha llegado para quedarse. Hasta el momento, los políticos profesionales han visto en el voto de derechos para las minorías una poderosa agenda para impulsar sus respectivos proyectos políticos. Pero, parece ser que las mayorías, compuestas por heterosexuales, gente trabajadora y con una escala de valores normal, está dando muestras de no querer seguirlos más por esta estrecha senda. Sería bueno que lo tuvieran en cuenta.

El Doctor Emilio Luis Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.