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La Inquisición de la cancelación

El "escrache" mediático provoca que una persona o un grupo de ellas sean estigmatizadas en forma casi inmediata y sin derecho a réplica, con resultados que se parecen bastante a la tristemente famosa Inquisición

11 de diciembre, 2020 - 07:10

En la Europa del Siglo XII, la gran mayoría de las poblaciones profesaba la fe católica, por lo que todo delito contra ella, su unidad y su pureza doctrinal adquiría, de hecho, una naturaleza política y social.

De allí que tanto los papas como los príncipes cristianos hicieran todo lo que estuvo a su alcance para mantener esta unidad. 

En este sentido, toda herejía era considerada como un ataque a la legitimidad de unos y de otros, por lo que se establecieron mecanismos para su defensa. Uno de triste fama fue la Santa Inquisición en la que un alto tribunal eclesiástico tenía por misión combatir las herejías y perseguir a los herejes.

Quedaban fuera de su jurisdicción las personas que profesaran, honestamente, otra religión.

Por ejemplo, cuando en el sur de Francia apareció la herejía de los Cátaros, se los persiguió con todos los medios a su alcance, los que incluía la tortura de los procesados.

Los que admitían sus faltas eran condenados a diversas penas, pero aquellos que las negaban eran declarados “relapsos” y entregados al brazo secular para su ejecución, en no pocas ocasiones, en la hoguera. 

Con la aparición de la Reforma Protestante y con el Renacimiento, la Inquisición fue cayendo en desuso, lo que no significó en modo alguno que no se cometieran crímenes y abusos en nombre de la religión, en todas sus variantes. Pero dejó de existir una institución dedicada específicamente a esta tarea. 

Con la llegada de la Revolución Francesa, primero, y con la bolchevique después, se consideró indigna toda forma de persecución religiosa.

Es más, combatieron las manifestaciones de las religiones que profesaban sus nuevos súbditos, quedando las cuestiones religiosas recluidas a las conciencias individuales y prohibidas casi todas sus manifestaciones públicas.

Un corolario de estas revoluciones fue la consagración de los derechos humanos, los que fueron recogidos, primero, en la Asamblea Nacional de 26 de agosto de 1789 mediante la ‘Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano’ y posteriormente, por la ONU, que los aprobó el 10 de diciembre de 1948 mediante la ‘Declaración Universal de los Derechos Humanos’.

Concretamente, en su artículo 19 se lee: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.

Si esto es así, o debería ser así, nos preguntamos por qué se les retira el apoyo, ya sea moral, financiero, digital y social e, incluso, se le solicitan sanciones penales, cada vez que alguna persona o entidad expresan una opinión que transgreden algunas cuestiones no escritas pero vigentes, tales como:

1) No existen sólo dos sexos, sino que lo que importa es cómo cada individuo se autoperciba al respecto.

2) Todos los hombres son violentos y tienen una actitud de dominio hacia la mujer. Es más, cuando una mujer acusa a un hombre de violencia nunca miente. 

3) Las culturas originadas en Europa son supremacistas y tienen que disculparse por su desempeño a lo largo de la historia.

Hay muchas más, pero con estos ejemplos bastan. 

Se nos podría contestar que en 1995, y por decisión del presidente Carlos Menem, se crea el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI).

Un organismo nacional que tiene como fin combatir la discriminación en todas sus formas, y que reconoce como antecedente a la Ley Antidiscriminatoria Nº 23.592/88, sancionada durante la presidencia de Raúl Alfonsín y que crea dos delitos penales al efecto. 

El primero castiga la realización de propaganda que sostenga la superioridad de una raza, religión, origen étnico o color, mientras que el segundo castiga el acto de incitar a la persecución o el odio con personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas. 

Todo eso está muy bien y estamos de acuerdo con que así se proceda. Pero ¿qué sucede cuando todo esto se plantea fuera de tribunales, supuestamente imparciales, y se lo dirime en las redes sociales mediante técnicas conocidas como el “escrache mediático” o la “cancelación” en el que una persona o un grupo de ellas son estigmatizadas en forma casi inmediata y sin derecho a réplica?

Nada de lo sostenido sería muy importante si no reconocemos el poder del que hoy disponen estas redes, ya que hay muchos casos a la vista.

Como lo fue el reciente escándalo por los tuits publicados por integrantes de nuestro seleccionado nacional de rugby, Los Pumas, hace varios años atrás, los que fueron inicialmente expulsados del equipo y luego reincorporados, pero que no se les permitió jugar un importante partido. 

Por esto no es extraño que tras acciones de este tipo existan personas que perdieron no solo su fama, sino también su familia, su trabajo y, en algunos casos extremos, hasta su propia vida luego de que fueron escrachados o cancelados en una red social.

Al respecto, la revista norteamericana Harper publicó hace poco una carta rubricada por 153 figuras públicas (el escritor peruano Mario Vargas Llosa entre ellas), en la que se argumenta en contra de “la intolerancia hacia los puntos de vista opuestos, la moda del vituperamiento público y el ostracismo y la tendencia a disolver problemas políticos complejos con una certeza moral que enceguece”.

Por su parte, el papa Francisco, una semana después del ataque a la revista satírica parisina Charlie Hebdo, que les costó la vida a varios de sus periodistas, defendió la libertad de expresión pero a la vez destacó que ésta debe tener límites.

Durante una rueda de prensa, el Pontífice dijo que las religiones deben ser tratadas con respeto para no insultar o ridiculizar la fe de cada persona. Para ilustrar ese punto, el Papa les dijo a los periodistas que sería capaz de golpear a su asistente si éste insultara a su madre.

Como vemos, el devenir de la Historia fue dejando atrás las formas brutales y crueles de reprimir expresiones que no concordaran con las de un pensamiento único de una religión determinada.

Lamentablemente, hoy vemos cómo esas formas han vuelto a la vida, no ya en nombre de ninguna religión formal, sino de una nueva, la de la Modernidad y la Postmodernidad.

Probablemente, el único avance concreto sea que el reo ya no es torturado físicamente ni quemado en una hoguera, aunque muchas veces los resultados prácticos de la nueva Inquisición se le parecen bastante.

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.