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La bioeconomía, la última frontera

Como nos enseñó Darwin, no sobreviven los más fuertes ni los más inteligentes sino los que se adaptan más rápido, una advertencia que deberíamos tener en cuenta para enfrentar los cambios que se vienen en cuestiones económicas

07 de agosto, 2020 - 07:14

Después de la segunda glaciación cuaternaria, cuando éramos jóvenes y cursábamos nuestra escuela secundaria, se hablaba de la Argentina como “el granero del mundo”.

Miles de años después vino un presidente y nos dijo que eso no iba más, que ahora seríamos “el supermercado del mundo”.

Pero como nos lo aclara el creador de ese término, Fernando Vilella, un ingeniero agrónomo exdecano de la Facultad de Agronomía de la UBA, que hoy dirige el Programa de Bioeconomía de esa casa de estudios: “Macri usaba el pasar de ser el granero del mundo a ser el supermercado, una frase que acuñamos hace unos ocho años. Pero era una etapa distinta; creo que hoy la Argentina no está en condiciones de ser supermercado porque en los productos de medio y bajo valor no tiene competitividad.

"Con nuestro sistema gremial, logístico, de energía, etcétera, somos caros para competir con otros países. Podemos avanzar en productos premium y proteínas, pero hay que construir las condiciones para que no solo nuestros productos boutique sean competitivos".

Particularmente, Mendoza es una provincia pletórica de productos premium como el vino, el aceite de oliva y las frutas secas. Pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿cómo hacer para ganar plata, y mucha, con ellas?

Sabemos los mendocinos que nuestra querida agroindustria madre, la vitivinicultura, pegó un salto cualitativo hace unas décadas atrás y dejó de elaborar vinos comunes a granel para pasar a los vinos finos embotellados.

La cuestión anduvo bien por un tiempo, pero diversas circunstancias la han llevado a su actual estancamiento. 

Bastaba, por ejemplo, entrar a cualquier supermercado del mundo para encontrar vinos de Italia, de España, del Napa Valley California de los EE.UU., de Australia, de Sudáfrica, de Chile y de la Argentina. En ese riguroso orden y en una rigurosa escala de precios de mayor a menor.

Hablamos en pasado porque, como deducimos, hoy esas realidades se encuentran bajo un repentino y profundo cambio a caballo de la pandemia del COVID-19. 

Por ejemplo, si antes se hablaba, como lo hicieron dos expresidentes, de las potencialidades astronómicas de los yacimientos hidrocarburíferos no convencionales de Vaca Muerta, hoy podemos afirmar que –efectivamente– la vaca se murió, primero por la abrupta baja de los precios del crudo a nivel global seguido por la drástica caída del consumo de combustibles por la pandemia. 

Sin embargo, por estos días se ha vuelto a hablar de otra vaca. Pero en este caso de una que está vivita y coleando.

Sucede que a partir de la epidemia de fiebre porcina africana se produjo la desaparición de la mitad de los cerdos de China, el país con mayor stock del mundo.

Esto generó una demanda importante de todo tipo de proteínas animales, no solo de carne de cerdos sino de vacunos y de pollos y, también, de pescado. 

En este marco, la Argentina, por ejemplo, es el tercer productor mundial de maíz en grano del mundo. Pero los otros exportadores, Brasil y los EE.UU., antes de exportarlo así lo transforman en proteínas, en alcohol, en productos de la química verde.

En pocas palabras, la matriz exportadora de la Argentina es primaria y no ha realizado aún esta transformación.

Lo que necesita la Argentina para adaptarse es una política que ayude a las inversiones a transformar nuestros productos primarios, como ese grano de maíz en carnes a transformar luego en productos elaborados.

Dejando de lado la riquísima Pampa Húmeda argentina, donde lo anterior se cumple parcialmente y es relativamente fácil de mejorar, veamos el caso del establecimiento agropecuario Las Chilcas, en el norte de Córdoba, que nos explica el mismo ingeniero Vilella. 

Allí los productores de maíz ya no exportan solo el grano, sino que lo transforman  en etanol con una minidestilería y de ella obtienen dióxido de carbono que se lo venden a las empresas de gaseosas.

Por su parte, el residuo lo usan para alimentar a su ganado. También crían  cerdos con maíz y soja local, y con todo el estiércol producido por los animales producen biogás con el que generan energía necesaria para hacer funcionar su minidestilería, a la par de que el excedente de la energía se inyecta al sistema eléctrico nacional.

Finalmente, con todos los desechos se produce un fertilizante orgánico que vuelve al campo. 

Pero llegado a este punto, el lector podrá cuestionarnos que no somos Córdoba, mucho menos Buenos Aires. Eso es cierto, pero también lo es que tenemos algunos nichos de excelencia que podemos aprovechar.

No vamos a enumerarlos ni a describirlos. Le dejamos esa tarea a nuestros productores locales. En cambio, vamos a apuntar a la que para nosotros ha sido la causa principal para que esos nichos no prosperaran o prosperan poco, como hasta ahora.

Como sabemos, los ingresos de la agroindustria pasan a ser importantes y a generar ingresos a partir de su exportación y cuando a cambio de su venta se recibe en pago a una moneda fuerte, la que en el mayor de los casos se trata del dólar estadounidense. 

Pero sucede que por las sucesivas alquimias monetarias nacionales, que todos conocemos de sobra, ese dólar se encuentra normalmente devaluado.

Vale decir que nuestros productores reciben menos de lo que deberían por sus productos, ya que tienen sus costos reales ajustados por una creciente inflación, mientras que reciben como pago final de su producto un dólar barato y devaluado.

Para colmo de males, muchas de nuestras agroindustrias tienen un ciclo productivo que es anual, con lo que la desventaja señalada se agudiza, ya que el productor debe pagar casi a diario sus costos y cobra sus ganancias una sola vez al año o con un año de diferencia.

Pero ocurre que ahora, a causa de la pandemia, puede también cambiar esta situación, pues no son pocos los expertos que anuncian un abandono del dólar como la moneda preferida para los intercambios comerciales.

No solo frente a otra canasta de monedas, entre las que se encuentran el euro y el yuan, pero lo que es más inquietante aún, se habla del reemplazo de todas ellas por las modernísimas criptomonedas o por el viejo y confiable oro.

No nos proponemos adentrarnos en los detalles financieros de esta situación, porque sólo queremos llamar la atención del lector sobre las probabilidades de ocurrencia de la misma y proponer dos medidas concretas para paliar esta situación a nivel provincial. A saber:

1º) Como lo hemos venido pidiendo, retomar el camino de la minería extractiva del oro, un metal que, más allá de su legendaria importancia histórica, sabemos que se prepara para una reaparición triunfal, por lo que creemos que teniendo yacimientos de ese metal en nuestra provincia, no podemos dejar de explotarlos.

2º) Sabemos que desde la crisis del 2001 existe lo que se denomina “agrotrueque”, por el cual varias automotrices (Toyota, GM y Ford) comenzaron a recibir como moneda dura a la soja por la venta de sus conocidas pick-ups.

El mecanismo consistió en definir primero el precio final según la cotización del cierre anterior en la Bolsa de Cereales, dejando los gastos de flete para trasladar la carga al puerto por cuenta del productor, quien a su vez carga el 10,5% del valor de la unidad a su crédito del IVA.

Salvando las diferencias, nosotros tenemos vino y un INV. 

Como decimos siempre y lo remarcamos, y como nos enseñara el biólogo inglés Charles Darwin, sobreviven no los más fuertes ni los más inteligentes, sino los que se adaptan más rápido. 

Y parafraseando al filósofo español José Ortega y Gasset: ¡Mendocinos, a las cosas!

 

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.