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El valor de las palabras

El discurso deconstructivista sirve como una excelente herramienta para la rebelión y la crítica de un sistema social determinado

08 de noviembre, 2020 - 09:45

Unos pocos días atrás, en medio del pandemónium de noticias falsas con las que se nos bombardea a diario, hubo una que nos llamó la atención. Primero, porque no es nueva, sino recurrente, y segundo, por quienes la trajeron a la luz.

Concretamente, la cadena inglesa de la BBC nos informaba que nuestra Real Academia Española, nuestra RAE, había incorporado un nuevo pronombre, “elle” para designar a aquellas personas “autopercibidas” como pertenecientes a un “genero” “no binario”.

¿Demasiadas palabras entre comillas? Empecemos diciendo que las comillas son un signo ortográfico que se utiliza, entre otros usos, para indicar que una palabra o expresión es impropia, vulgar, procede de otra lengua o se utiliza irónicamente o con un sentido especial, según nos explica la RAE.

Sigamos diciendo que las personas no tienen género como las palabras. Tienen sexo: masculino o femenino, según una ciencia que se llama Biología.

Que por más que una persona se perciba como perteneciente a otro sexo que no sea el de su nacimiento, es el ámbito de otra ciencia, la Psicología, en este caso, la que podrá explicar esta elección o tendencia.

Pero que por la primera de ellas y por la dictadura insalvable de sus genes, podrá ser una sola cosa. Desde su cuna hasta su tumba.

Pero más allá de estas disquisiciones casi académicas, nos preguntamos por qué la BBC, una de las cunas del idioma inglés, que paradójicamente carece de una real academia que regule su uso a nivel global, y que como dijera Bernard Shaw –uno de sus grandes pensadores– “Inglaterra y los Estados Unidos son dos países separados por un lengua común”.

En contrario a la lengua anglosajona los hispano parlantes disponemos de la Real Academia Española, una institución cultural con sede en Madrid pero con otras 23 academias distribuidas en cada uno de los países donde se habla el español y que conforman la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).

Ella se dedica a la regularización lingüística mediante la promulgación de normativas dirigidas a fomentar la unidad idiomática entre o dentro de los diversos territorios que componen el llamado mundo hispanohablante, para garantizar una norma común.

Fue fundada en 1713 por iniciativa del ilustrado Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona, aunque no son pocos los historiadores que señalan la publicación de la Gramática castellana, por parte de Antonio de Nebrija en 1492, como un hecho de trascendencia similar al Descubrimiento de América, ya que con esta publicación, el español devino en una herramienta para la difusión de la cultura hispana, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, recién descubierto por esos días.

Nuestro amigo el filósofo Alberto Buela sostiene que, como tal, el español –o castellano– no es patrimonio exclusivo de los españoles, ya que lo es también de millones de americanos y de algunos africanos.

Por lo tanto,  es la primera de las lenguas habladas en el mundo, pues el inglés no llega a los 500 millones y el chino no es un idioma sino una variedad de ellos, entre los que destaca el mandarín, idioma oficial desde la revolución cultural de 1966, el wu, el cantonés o yué, el min, el jin, el xiang, etcétera, cuyas diferencias entre sí son mayores que las que existen entre el castellano y el portugués.

Si de sumar se trata, nosotros contabilizamos, si sumamos al portugués, unos 788 millones.

Pero volviendo al tema inicial, el del valor de las palabras, nos preguntamos por qué hay quienes están empeñados en que adoptemos una variada gama de nuevas palabras. Especialmente cuando nos lo pide un medio informativo inglés, como la BBC.

Lo que sucede es que las palabras son muy importantes porque no solo revelan nuestro pensamiento.

Para un pensador realista y clásico, la palabra es, por definición, un símbolo fonético o gráfico que anuncia un concepto. El que, a su vez, es la representación mental de un objeto real.

Pero también, y en cierto sentido, la palabra permite crear “realidades” que no existen en la realidad. 

Por ejemplo, podemos preguntarnos si existen los unicornios color rosa en el mundo real. Obviamente, la respuesta es que no. Pero, ¿qué le sucede a una persona que sinceramente crea que sí existen?

A este proceso de generar palabras que inventan realidades se lo llama deconstrucción y fue inventado por un filósofo argelino llamado Jacques Derrida.

Para él, la deconstrucción es un tipo de pensamiento que critica, analiza y revisa, fuertemente, las palabras y su relación con los conceptos.

Por su parte, el discurso deconstructivista, al afirmar la incapacidad de la filosofía realista y clásica para establecer una base estable del conocimiento, sirve como una excelente herramienta para la rebelión y para la crítica de un sistema social determinado, ya que establece un marco conceptual distinto al del Realismo que le permite crear una “realidad” a gusto del expositor.

Por ejemplo, lo vemos con la invención de la palabra “femicidio”, ya que se parte de un doble error.

Por un lado, se asume que la voz “homo” –que es la raíz de la palabra “homicidio”– es sinónimo de “hombre”, cuando en realidad lo es de “humano” (del latín homo: 'humano').

Por otro lado, quiere imponer la realidad de que toda mujer es víctima y que nunca miente cuando acusa a un varón de algún tipo de agresión, lo cual no siempre es cierto.

Poco importa que la masa de las muertes violentas en la Argentina sea de varones jóvenes a manos de otros varones jóvenes. Lo que se pretende –parece ser– es imponer una agenda en base a palabras deconstruidas.

Entonces, a la luz de estas y de otras situaciones similares, nos preguntamos qué es lo que se busca en realidad con la imposición de este nuevo lenguaje, cuando vemos que el Gobierno nacional destinará un 3,4% del PBI, unos $1,3 billones, a promover políticas de género, mientras que sólo asignará un 0,7% para la Defensa nacional.

Hemos visto a lo largo de estos años acciones materiales y concretas por parte de la Gran Bretaña para limitar nuestras capacidades defensivas, tal como ocurrió recientemente con el veto a la venta por parte de Corea del Sur de un avión para nuestra Fuerza Aérea.

Nos preguntamos, entonces, si los astutos ingleses no estarán –de paso– deconstruyéndonos con el uso de las palabras.

 

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.