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Bañarse, un hábito poco común entre los mendocinos de antaño

Con la llegada de los adelantos de la revolución industrial cambiaron los hábitos sanitarios de la población, que hasta entonces consideraba que “cuanto más sucio, mejor”

25 de enero, 2021 - 08:12

Tomar un baño para higienizarse el cuerpo todo los días es hoy algo común en la mayoría de los habitantes de esta provincia. Es más, es casi un hábito incorporado antes de salir a trabajar y antes de descansar.

Pero esta costumbre no solía ser común en nuestros ancestros, quienes generalmente eran reacios a la ducha y a todo tipo de higiene personal. Inclusive había una creencia científica que el estar “sucio” era más sano.

A fines del siglo XIX, la sociedad fue cambiando este equivocado concepto al comprobarse que la falta de higiene traía aparejadas enfermedades y grandes epidemias que diezmaban a las poblaciones. El avance científico, el pensamiento progresista y el saneamiento urbano, incidieron para cambiar una vieja e insana costumbre.

Veamos qué pasaba con los mendocinos a la hora de higienizarse en el siglo XVIII.

 

Una aldea sin lujos

En aquella polvorienta Mendoza de fines del siglo XVIII vivían 8.765 habitantes en total, y se dividían en 4.491 españoles (blancos), 2.129 negros y mulatos (afroamericanos), 1.359 indios (pueblos originarios) y 786 mestizos.

La ciudad estaba compuesta de varias cuadras divididas en cuarteles que abarcaban, por el Norte la zona cercana a la actual calle Coronel Díaz, al Sur tenía como límite la hoy denominada calle Lavalle, limitando al Oeste con la Alameda y por el Este con el canal zanjón.

Las viviendas eran muy precarias, construidas por lo general de adobes con techos de caña o ramas y a veces pintadas a la cal. Tenían ventanas pero no vidrios, ya que estos eran un verdadero artículo de lujo.

En el interior de las habitaciones, se encontraban comedores despoblados de muebles, con apenas una mesa larga de madera cubierta con un mantel de algodón. Sus pisos eran de ladrillo en el mejor de los casos, sino de tierra apisonada.

Las residencias lujosas en toda la ciudad no llegaban a una docena. Una de ellas era la de don Manuel Valenzuela, otra la del licenciado Manuel Ignacio Molina –que se encontraba enfrente de la Plaza Mayor– y también la de los Sosa y Lima.

Ahora bien, si nos aventuramos a la intimidad de la higiene, diremos que lo que hoy conocemos por toilette, water closet o inodoro no existía. Simplemente se la denominaba letrina y se encontraban alejadas de la vivienda principal.

Por las noches, los miembros de las familias más pudientes y sofisticadas utilizaban bacinillas de loza como baños portátiles, que eran colocadas debajo de las camas y por las mañanas los desechos eran tirados a la calle o a las letrinas.

En aquella Mendoza antigua muy pocas eran las personas que podían acceder a una “jofaina”, o alguna tina para bañarse una vez por mes.

Las comodidades higiénicas locales y del entonces Virreinato del Río de la Plata estaban muy lejanas del confort de las grandes capitales de Europa, en donde existían tinas y algunos cuartos de baño en extravagantes mansiones, aunque no para la mayoría del pueblo de condiciones más humildes.

 

El agua, tabú del siglo XVIII

Desde tiempos remotos existía la creencia de que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos. A la vez, se pensaba que si penetraba a través de los poros podía transmitir todo tipo de males.

Incluso empezó a difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla para frotar las partes visibles del organismo.

También se creía que lavarse con agua perjudicaba la vista y provocaba males de dientes y catarros. Los padres limpiaban el rostro y los ojos de sus niños con un trapo blanco. Esto era importante porque les quitaba la mugre y les dejaba su tez con el color natural.

Y si de niños hablamos, no podemos dejar de lado a los bebés, a quienes sus madres los enrollaban con telas de algodón. Había un concepto muy extendido que a cuanto más sucios estaban más sanos serían.

Por supuesto que el aseo corporal debía esperar un mes o más tiempo, lo mismo para la higiene bucal, lo que dejaba mucho que desear.

Lo que hacían nuestros ancestros luego del almuerzo o la cena era limpiarse la dentadura con un trapo o con palillos.

La higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con una frecuencia de 30 días las camisas, que supuestamente absorbían la suciedad corporal.

Para contrarrestar el mal olor que seguramente generaban, existían perfumes muy rudimentarios que se elaboraban con rosas y alcohol, que hacían el ambiente un poco más agradable. Recordemos que el jabón por aquellos tiempos era muy precario y prácticamente no existía en la mayoría de las familias.

Así pasaron nuestros tatarabuelos pensando que cuanto más sucios estaban más saludables se veían. Pero esto en realidad hacía que las epidemias, pestes y todo tipo de enfermedades se propagaran con más frecuencia en una gran parte de la población.

Con la llegada de la ilustración a fines de ese siglo, se produjo en el continente europeo un cambio de hábitos sobre la salud y la higiene. Aquí en nuestro territorio tardó muchos años para que los argentinos adoptaran nuevas medidas con el aprecio al agua y al jabón.

 

Con agua y jabón se quita la picazón

A partir de mediados del siglo XIX, los adelantos tecnológicos que trajo la revolución industrial, con descubrimientos científicos acompañados de una filosofía de progreso como eje principal, hicieron que gran parte de la humanidad cambiara paulatinamente de práctica y se declarara a favor del agua y del jabón, lo que hizo que también se le diera una gran importancia a la higiene personal como parte de la estética.

El jabón de tocador hizo su aparición a partir de fines del 1800.

 

Lo mismo ocurrió con la indumentaria personal, la que debía ser repuesta todos los días. Cuando se implementó el agua corriente en la mayoría de las viviendas, hizo que la costumbre de bañarse se pusiera en práctica entre las clases más pudientes primero, y luego empezara a extenderse en las de menores recursos, a pesar de la resistencia de muchos de esa condición.

Con el correr del tiempo los mendocinos comenzaron a incorporar en sus casas las famosas tinas de baño, que eran por lo general de madera o de zinc.

Ya en el siglo XX surgió el cuarto de baño como un lugar muy importante en el hogar para poner en práctica los hábitos de higiene en todo sentido.

Aún más, los mismos se fueron sofisticando, primero con calefones a leña, luego eléctricos y finalmente termotanques a gas, acompañados de elegantes bañaderas.

Hoy podemos afirmar que con el tiempo, finalmente la suciedad fue vencida sin retorno por el agua y el jabón.