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Fernando de la Rúa: un mandatario moderado en sus actos

El exmandatario se encontraba internado desde hacía varios meses. Casi todo el arco político lo recordó y expresó sus condolencias y el Gobierno decretó tres días de duelo nacional

10 de julio, 2019 - 08:02

En Argentina habituada a las decepciones y los fracasos, en la que las esperanzas inexplicablemente se renuevan después de cada crisis o de cada catástrofe política y económica, Fernando de la Rúa atravesó uno de los períodos más difíciles donde se vio perderse una vez tras otra la oportunidad, no solo de salir adelante, sino de rescatar del olvido cualquier forma de aprendizaje.

Nacido en una provincia de prosapia rebelde frente al poder porteño, el joven Fernando de la Rúa se formó en un hogar donde los valores democráticos, la honestidad y la vena conservadora cimentaron un proyecto personal para destacarse en los campos profesional y político

En la mesa familiar habrá oído de su padre referencias del legendario Amadeo Sabattini que se plantó ante el despotismo de los generales facciosos del 6 de septiembre de 1930 como ante la marea nacionalista y antidemocrática del 4 de junio de 1943 y su carismático coronel Perón.

Quizá por su amor por el orden, pero no el de los cuarteles, sino el del mundo académico, saltó al mundo real desde la Universidad de Córdoba con un título de abogado, una medalla de oro y el mejor promedio. Un pasaporte hacia el éxito. 

Pero De la Rúa prefirió siempre el gris de la corrección formal. La palabra atinada, el giro arcaico en el lenguaje, la corbata en el lugar exacto y la moderación en cada uno de sus actos lo pusieron siempre del lado de los que terminarían mirando pasar la historia. Y eso que esta le dio sus oportunidades cuando en la segunda vuelta para definir el tercer senador en la Capital Federal en 1973, Fernando de la Rúa derrotó al peronista de ultraderecha nacionalista Marcelo Sánchez Sorondo; ese fue el único triunfo radical en un mapa político argentino totalmente teñido por el Frente Justicialista de Liberación (FREJULI).

Con poco más de 30 años, el senador tuvo otra oportunidad. En septiembre de ese mismo año la feroz interna del peronismo en el poder puso blanco sobre negro al desalojar del poder a Héctor Cámpora para entronizar a Juan Domingo Perón, ya en el país y despojado de las proscripciones que le impusiera el exdictador Alejandro Lanusse. La conmoción política de ese hecho en un marco de polarización ideológica, tanto interna como externa, definió al hecho como “un golpe de la derecha para asegurar el continuismo”, frase soltada por un Raúl Alfonsín, también novato y ascendente, pero que la historia le tenía reservada otra porción.

El vacío de poder que dajaron Cámpora y Lima lo debía llenar Perón, por supuesto, quien fue al comicio con su esposa Isabelita como vicepresidente.

La Unión Cívica Radical esperanzada en que el raciocinio retornara, se presentó otra vez con Ricardo Balbín pero acompañado por el triunfante Fernando de la Rúa.

Las votos casi ni fue necesario contarlos, Perón superó el 60% y no hubo lugar para segunda vuelta. Pero el nombre de De la Rúa quedó en el universo radical como una luz de esperanza. Le endilgaron a ese joven la pesada tarea de ser la promesa del futuro, hubo quien lo comparó con Robert Kennedy en un olvidado discurso durante un miting.

Pero Fernando no pudo enamorar a las multitudes, tal vez opacado por ese gigante de la retórica como fue el Chino Balbín y lejos de la calidez verbal de Raúl Alfonsín, pocos recuerdan auditivamente sus palabras.

Sin embargo, esa medianía y moderación tan poco querida y respetada por los argentinos le sirvió para contrastar con otro paladín de la imagen y la verborragia, el inefable Carlos Menem. La supuesta monotonía y aburrimiento de De la Rúa eran la contracara de la fiesta menemista. Tal vez eso hizo ganar a la Alianza y no el mensaje de la Carta a los Argentinos, en el que Alfonsín, Terragno y Fernández Meijide, entre otros, cifraron nuevas esperanzas.

Pero no, otra vez la frustración. El buen senador y exjefe de Gobierno de la flamante Ciudad Autónoma no se atrevió a dejar el gris, sus honestidad y sus principios no sirvieron. Cuando se vio desbordado acudió a lo peor, a la represión. Dicen que sus conmilitones lo dejaron solo, hasta sacaron su foto de los comités, pero eso ya pasó.