|28/06/19 12:30 PM

Los costos y el período entreguerras

Segunda parte del trabajo especial de la Fundación Globalizar por los 100 años de la firma del Tratado de Versalles

28 de junio, 2019 - 12:52

El 28 de junio se cumple un siglo de la firma del Tratado de Versalles, pocos meses después del cese de las hostilidades de la Gran Guerra. Lo que se creyó que era el cierre de una era trágica en Europa y el mundo se transformó en la incubadora de otra espantosa tragedia que enlutó y avergonzó a la humanidad.

La disputa entre potencias que se pugnaban por mantener la supremacía (o un lugar seguro en un capitalismo que empezaba ver frenada su expansión por un lado y el agotamiento del sistema basado en la explotación colonial) estalló con un atentado que prácticamente daba por concluida la sucesión en imperio desvencijado. La excusa de Austria-Hungría para atacar Serbia estaba servida y así desatar la catástrofe. La Alemania de los Kaiser, uno de los capitalismos industriales más desarrollados bostezó y se desperezó chocando con los bordes de otras potencias que ya avizoraban el fin de la belle epoque económica. Una Francia atravesada por duros cuestionamientos políticos no superados después de la derrota de Napoleón III, a los que se sumaba el avance de las fuerzas de izquierda. Y una Rusia cruzada por la inminente caída del zarismo y la explosión mundial que significó la Revolución Bolchevique.

Los cuatro años de muerte y dolor no cambiaron las cosas al cabo de la contienda, el bando vencedor, que había impuesto su poder económico con recursos bélicos y humanos, impuso condiciones tan extremas en un escenario internacional inestable, que la disputa política y económica se “contaminó” con una creciente guerra ideológica.

Veamos por qué. La derrota alemana y austríaca con el colapso de sus sistemas institucionales dejó un vacío que la debilidad de las repúblicas que les sucedieron no pudieron llenar en medio de una inestabilidad cada vez mayor en un escenario convulsionado por la influencia de las izquierdas, influidas por la Revolución Rusa, y el huevo de la serpiente que estaba latente en los nacionalismos que habían sido heridos y humillados por los vencedores.

Francia y el Reino Unido reciben la rendición ya no del Imperio Alemán sino de la República de Weimar, en un vagón de tren en el bosque de Compiegne, y posteriormente pergeñan un tratado que impone excesivas sanciones a las potencias derrotadas: más que reparar el daño causado por una guerra impulsada por gobernantes que ya no estaban, éstas cayeron sobre los pueblos que habían puesto su vida y su sangre en una guerra completamente inútil para ellos.

Francia y el Reino Unido seguidas por un corifeo de decenas de naciones le imponen condiciones humillantes sobre sus territorios continentales y de ultramar, la prohibición de tener una fuerza militar digna, la entrega de parte de su producción industrial y agropecuaria y el pago de sumas imposibles de afrontar. Ese tratado firmado en el Salón de los Espejos del palacio de Versalles no fue ratificado por el senado de Estados Unidos y por lo tanto ese país no formó parte de esa ficción diplomática en que se transformó la malhadada Sociedad de las Naciones.

A la desazón de una nación vencida, en la que no germinó la idea de revolución obrera y libertaria que traían los vientos desde la Rusia comunista, se sumaba la creciente crisis económica producto de la destrucción de gran parte del aparato industrial, la pobreza, el desempleo y la pérdida de su moneda con la hiperinflación de 1923 que hacía imposible las transacciones más básicas de la economía.

Al mismo tiempo que las izquierdas se dispersaban, en el subsuelo surgía la respuesta que para muchos sonó a canto de sirenas. Si no daba soluciones la propuesta socialista se iba a imponer la tentación de grandeza y reivindicación que prometía una derecha inspirada en glorias del pasado que construía una nueva mitología que resolvía los problemas con simplificaciones que habrían de resultar trágicas.

Devino entonces la explosión económica mundial de la gran depresión efecto de la crisis de 1929, ese terremoto con epicentro en quienes parecían la economía más sólida representada en la Bolsa de Nueva York. La desesperanza cundió a escala planetaria pero en esa Europa desmoralizada hizo surgir desde la nada la idea de la reivindicación nacionalista a costa de la opresión y la intolerancia.

El partido Nacionalsocialista Obrero Alemán de la mano de un hierático y conflictuado personaje surgido de los márgenes de la política, el austríaco Adolfo Hitler, prometió atacar uno de los factores más evidentes de la crisis, el desempleo, y con ello devolver el bienestar a los trabajadores. Hubo sí un resurgir económico que le devolvió cierto latido vital a los alemanes, pero el precio fue la entrega total de cualquier atisbo de libertad y disidencia. Y como factor catalizador el odio y la discriminación a un enemigo supuesto, el pueblo judío primero y todos los distintos y contestatarios después.

Alemania sola no alcanzó para ejercer la furia asesina del nazismo por lo que se extendió a casi toda Europa y parte de África en una Guerra Mundial que además de no terminar de cerrar sus cicatrices, le dejó al mundo secuelas de las que todavía no se ha liberado.

El desmesurado castigo a los vencidos impuesto por Versalles, no aseguró de ninguna manera la paz, por el contrario empezó a desatar otra tragedia más grande.

Centenario del Tratado de Versalles - Fundación Globalizar by Luis Keke Vidal on Scribd