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¿Quiénes son los que protestan?

Las manifestaciones en algunos países de América del Sur nos hacen buscar cuáles son sus orígenes y quiénes son sus protagonistas. Con viejos argumentos políticos del siglo pasado y hasta con teorías conspirativas, tratan de responder las inquietantes preguntas

16 de diciembre, 2019 - 07:16

Desde hace más de un mes venimos asistiendo al triste espectáculo de cientos de miles o, incluso, de millones de ciudadanos protestar violenta y continuamente en ciudades como Santiago de Chile, Bogotá, La Paz o Quito, solo por mencionar a las más pobladas entre ellas. 

Periodistas, analistas políticos y hasta nosotros nos hemos preguntado: ¿Quiénes son?, ¿qué quieren?, ¿por qué lo hacen?

Algunos, entre ellos, han recurrido a viejas teorías políticas del siglo pasado como el marxismo o a imaginarse complejas conspiraciones montadas por servicios secretos extranjeros.

Una observación más cercana de los que se manifiestan nos pone en evidencia su juventud y su pertenencia a las denominadas clases medias urbanas. Nos lo refuerza su estética de gente disfrazada para la ocasión y que no desprecia bailar algún ritmo de moda en medio de una protesta.

Por otro lado, es también llamativa la cruda violencia de corte anarquista y hasta nihilista que se ejerce contra todos los símbolos del orgullo y de la autoridad nacional. Desde iglesias hasta monumentos de héroes consagrados. 

A principios del Siglo XX, cuando sucesos similares tenían lugar, no en Sudamérica, sino en las principales ciudades europeas, el gran pensador alemán Oswald Spengler los definió como un “pensionado de la sociedad”. Y los describió como “... un lujo vulgar de las grandes ciudades –poco trabajo, mucho dinero y más diversiones– que ha ejercido una acción funesta sobre los hombres del campo, rudos trabajadores sin necesidades”. En muy pocas palabras, para él eran revueltas basadas en la envidia.

Mucho más modernamente, el sociólogo italiano Conrado Gini afirmó que esa “envidia” se basaba en la desigualdad y que esta última se podía medir. Al efecto inventó el  ‘Coeficiente de Gini’, uno que va de 0 a 1 y que cuanto más cerca del 0 está una sociedad, implica que la desigualdad es menor.

Por su parte, el historiador austriaco Walter Scheidel sostiene en su extenso libro The Great Leveler (El Gran Nivelador) que las sociedades, cuanto más desiguales, son más propensas al conflicto, ya que los conflictos son los grandes niveladores de la historia. 

Concretamente, reconoce cuatro factores niveladores. A saber: la guerra como lo fueron las dos guerras mundiales; los regímenes totalitarios como el gobierno de Stalin y el de Mao; las anarquías prolongadas en Estados fallidos, como los de Afganistán, Sudán, Somalia y Zaire, entre otros, y los desastres ecológicos en los casos de la cultura Maya.

En resumen, el incremento de la desigualdad social nos puede conducir ya sea a un Estado totalitario como a uno fallido. Por ejemplo, México –hoy casi un Estado fallido– y Chile –uno en que se han registrado las protestas más violentas y prolongadas– son los países más desiguales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) conforme al coeficiente Gini. 

Llegado a este punto, uno bien puede preguntarse si nos encontramos ante un fenómeno repetido y por ello conocido o si, por el contrario, se trata de uno nuevo.

Sin negar lo que venimos explicando, y que las 400 páginas del libro de Walter Scheidel se encargan de detallar con ejemplos que van desde la desaparición del pueblo maya hasta la Revolución Rusa, hay cuestiones al menos novedosas. A saber: el carácter global que han alcanzado estas protestas, en lugares tan distantes en lo geográfico como en lo cultura, ya sea Beirut, Teherán u Hong Kong; la aún más llamativa similitud de la estética de los que protestan y el fogoneo que se realiza a través de las redes sociales. 

Por ello nos preguntamos: ¿qué tienen en común una adolescente iraní que protesta contra el uso obligatorio del velo con otra chilena que quiere educación universitaria libre y gratuita?

Por otro lado, surge una pregunta inquietante: ¿por qué no ha pasado en la Argentina, un país sumergido en crisis recurrentes desde hace décadas?

Aparentemente, y a falta de una mejor explicación, podemos afirmar que nuestro país desde hace muchos años dispone de un sistema de organizaciones políticas intermedias, los sindicatos. Los que no solo son una respuesta a las teorías revolucionarias del marxismo, sino también del liberalismo, el que después de la Revolución Francesa había reducido a la sociedad a un simple agregado de individuos frente al Estado.

Por supuesto que el sistema político argentino dista de ser perfecto. Por ejemplo, las organizaciones de vastas capas de nuestra actividad laboral informal distan de estar bien organizadas, pero parece que van camino de ello. Y lo que para algunos es percibido como grupos antisociales que solo se dedican a cortar calles, bien podrían presentar la ventaja de proveernos de interlocutores si la situación llegara a empeorar.
Sea como sea, no podemos negar que existen realidades aún más profundas que pueden arruinarlo todo de un momento a otro.

Por ello, probablemente, lo más seguro sea volver a la sencilla sensatez de Spengler cuando apuntó al vicio de la envidia. Uno que, no podemos negarlo, ha sido exacerbado al infinito por la cultura dominante del hedonismo y del materialismo moderno desde las usinas bien localizadas en Hollywood por la Escuela de Frankfurt.

Una observación que nos conduce no solo a la mejora de las condiciones materiales de los “envidiosos”, sino que –principalmente– nos obliga a garantizarles el acceso a la educación. La que, en última instancia, es el único camino para una sociedad que al menos disponga de una mayor gama de posibilidades para el progreso de sus menos favorecidos.

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.