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Evo Morales: ¿golpe de Estado o mandato inconstitucional?

Tras un extenso mandato de casi 14 años, renunció el presidente de Bolivia, en medio de una crisis política profunda, provocada por su polémica reelección 

11 de noviembre, 2019 - 14:20

En el día de ayer se consumó el final del proceso político encabezado por Evo Morales. Los dos bandos constituidos esgrimen argumentos válidos para sostener sus posturas: que fue un golpe; que el nuevo mandato de Evo era inconstitucional.

Me quiero detener no en buscar justificaciones a lo que entiendo son hechos claros, ambos, sino en cavilar sobre los nuevos y profundos interrogantes que emergen en nuestra región.

Existe un grave problema de institucionalidad, si seguimos concibiendo la política y su ejercicio como un acto emancipatorio constante. El siglo XXI nos debiera encontrar pensando la política, en clave democrática, como un servicio. Asumir que los dirigentes encabezan proyectos salvadores es facultarlos de un poder que nunca se delegó en las urnas. Y es que entramos en una involución sostenida en el tiempo, en el que los líderes políticos se paran sobre los hombros de sus partidos para constituirse ellos mismos como opciones con nombre propio.

Vaciar de contenido las estructuras, es anular la voz de los representados y de los pares. Evo sepultó el futuro del MAS (Movimiento al Socialismo) cuando se auto instituyó. Cuando él se concibió como opción por arriba y delante de la propia estructura que lo contenía. Hoy, parte de la oposición (racista y vengativa) busca la destrucción de todo vestigio oficialista. Un oficialismo que había, indiscutidamente, favorecido los intereses soberanos y de los bolivianos que fueron convertidos a ciudadanos con derechos plenos. Obviar la violencia sistémica del país vecino es mirar su realidad con los lentes equivocados.

Es pertinente entonces pensar sobre cómo enfrentar y superar circunstancias en las que un escenario político super polarizado requiere de transiciones pactadas; especialmente con oficialismos reticentes a abandonar el poder (y como en el caso boliviano, parte importante de una oposición poco comprometida con la democracia) ¿Cuánto hay de democracia si se rompe el mandato constitucional y cuánto si la oposición lo desconoce? En definitiva, cuáles son los límites de la democracia si pareciera ser que deja de ser un lenguaje para ser un dialecto preferido. Como bien recuerda el politólogo Leandro Montessi Rotundo, la democracia no deja de estar presa de indefiniciones en los hechos, ¿Democracia por popular o por pactada? ¿Juegos de suma cero con presidencia como premio indivisible o alternancia superficial? Y por otra parte, cómo responder a sistemas políticos que se atomizan pero que no escapan a un clivaje primario: popular/antipopular.

Latinoamérica está presa de dos felinos: la gataflora y el gatopardismo. La primera, querer algo para después negarlo (o al revés); el segundo, que cambie algo para que nada cambie.

El gataflorismo es virósico y es una herramienta discursiva aceptada y ejercida por todos. Es la enfermedad que nos instruye a buscar tener razón y no buscar la verdad porque tiñe las decisiones según convenga. Bajo esa premisa no solo se construye poder desde arriba, zigzagueando las demandas, sino que se lo justifica desde abajo, acomodando las preferencias. Una democracia a la carta.

El gatopardismo es el síntoma. Es la paradoja también conocida como “catch 22” que acuñó el novelista Joseph Heller. Es aquella situación en la que no se puede escapar por la contradicción de sus propias leyes. El ejemplo perfecto es el caso de la búsqueda laboral: cómo conseguir un trabajo en el que se requiera experiencia si es el trabajo el que da la experiencia. En nuestra región la democracia empieza a encerrarse sobre esa jaula paradójica: cómo castigar abusos de poder sin atentar contra el mandato popular. Cómo limitar personas sin destruir los roles. Cómo respetar mayorías sin dejar de proteger a las minorías.

Es menester enterrar los felinos. Es imperioso romper la lógica binaria que nos obliga a trazar líneas demarcatorias todo el tiempo. La única línea demarcatoria es la, perfectible, constitución.