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En busca de una moneda fuerte

En esta segunda entrega de una serie de notas dedicadas a proponer formas de sacar adelante a la economía argentina, se sugiere la posibilidad de instaurar –perfeccionadas– las llamadas cuasi monedas, algunas de las cuales, como el Petrom mendocino fueron exitosas

20 de septiembre, 2019 - 14:35

Nos han sorprendido las numerosas y valiosas reacciones a nuestro último artículo, titulado “Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad...”. Parafraseando a Bill Clinton, podríamos justificar este interés con su famosa frase: “Es la economía, estúpido”.

No cabe duda que a nosotros, los argentinos, la economía siempre nos ha interesado. Hoy más que nunca, cuando vemos cómo volvemos a transitar los senderos de crisis, no por repetidos, menos dramáticos. 

A veces parecemos tener la sensación de Bill Murray en su famosa película El día de la marmota, ya que parece que cada vez que nos despertamos lo hacemos en un mismo día y a una misma hora. Sin importar cuánto hagamos para modificar nuestro destino, parecemos condenados a repetirlo.

Pero, como el personaje de la película, nosotros también queremos salir de este ciclo y conquistar a nuestra Rita (la bella Andie MacDowell). O en este caso, dejar de vivir en un país pobre, pues no hay hombre rico en un imperio pobre, como sostenían los romanos.

Volviendo al artículo de referencia,  nos preguntábamos si no era esta crisis una oportunidad para recordar lo que hacíamos cuando éramos una Nación próspera. Concretamente, trajimos a colación los nombres del banquero Enrique Tornquist y del economista Silvio Gesell.

Ambos, cada uno a su manera, fueron los protagonistas en la superación del denominado ‘Pánico de 1890’ –que se produjo durante la presidencia de Miguel Juárez Celman– ante la brusca caída de las acciones del Banco Constructor de La Plata, debido a nuestro default por las deudas contraídas a través de un empréstito en libras esterlinas contratado con la Casa Baring Brothers, de Londres, por Bernardino Rivadavia en 1826 para dotar de cloacas a la ciudad de Buenos Aires. 

Como fácilmente podemos deducir, nada nuevo hay bajo el sol. Vemos cómo palabras como crédito, empréstito, default o interés vuelven a repetirse una vez más.

Antes de seguir adelante es fundamental que entendamos cuál es el rol del dinero. Porque de eso se trata en el fondo. ¿Para qué sirve y para qué usamos el dinero y su correlato, el crédito, y cómo éste produce utilidades?

Para empezar,  hay que decir que para los Antiguos el dinero era un medio de medios. El mejor de todos, ya que su posesión permitía adquirir casi todos los bienes y servicios disponibles en una sociedad.

Sin embargo, Aristóteles siempre advirtió que el dinero no podía parir dinero. Vale decir que siempre debía ser empleado para el intercambio de bienes, no para quedar a resguardo a cambio de una tasa de interés.

Con el tiempo se aceptó que se pagara una tasa por el dinero depositado a través de diversos instrumentos financieros. Desde la letra de cambio, inventada por los Templarios, hasta el BitCoin, de origen secreto, convirtiendo al dinero en un fin en sí mismo. El problema fue que si bien se producían ingentes riquezas, su distribución era muy desigual y ello ocasionaba graves crisis periódicas.

Las causas de esta desigualdad son muy fáciles de identificar.  Ya que mientras la masa de los mortales vivimos de lo que se denomina la economía real, o “Main Street”, hay una élite que vive de lo que producen los activos financieros, o “Wall Street”.

La razón estriba en la diferente tasa de crecimiento que disfrutan ambas economías. Mientras que la real sólo puede crecer en forma natural y aritmética, la segunda lo hace en forma artificial y geométrica. Veamos.

Tomemos para ejemplo de la primera, a un productor agropecuario. Si éste quiere mejorar su rentabilidad deberá perfeccionar sus procedimientos de siembra, cosecha o comercialización, etcétera.

Pero sus avances serán siempre modestos y supeditados a las alternativas de la duración de su ciclo productivo, el que podrá ser bianual o hasta anual. Sin mencionar otros factores, como los climáticos o las variaciones del precio de su producto.

Por el contrario, un inversor que destine la misma cantidad de dinero que ese productor dispuso, por ejemplo para la compra de semilla, en activos financieros, obtendrá una ganancia rápida y geométrica. Ni mencionar, si la “City” de éste es Buenos Aires, ya que podría llegar a una rentabilidad de tres dígitos medida en el término de días.

Alguien nos podría retrucar que, bueno, estas son la reglas de juego y que el dinero del segundo (el inversor) es necesario para que el primero (el productor)  pueda obtener un crédito para que, a su vez, lo pueda emplear para iniciar o mantener una actividad productiva.

Y que para que ello funcione debe existir una tasa de interés que justifique la inmovilización momentánea de ese dinero por parte del inversor.

Esto es parcialmente cierto, porque el problema radica en los distintos niveles de ganancia que recibe cada uno por su respectivo esfuerzo. Ya que el productor sólo puede producir, más o mejor, pero siempre producir, sus ganancias, en el mejor de los casos, serán de naturaleza aritmética.

Mientras, el inversor, por el simple hecho de mantener su dinero inmovilizado, recolectará intereses que se multiplicarán de manera geométrica.

Otro problema que se suma en nuestro país son las altísimas tasas de interés que tenemos en nuestra plaza financiera. Ellas responden, entre otras cosas, no solo al precio del dinero, sino a la creciente deuda que produce el déficit crónico del Estado. 

Esto es así porque al costo de cada bien o servicio –incluidos los servicios públicos– que pagamos, debemos sumarle los impuestos municipales, provinciales y nacionales. Y buena parte de ellos está destinado al pago de los servicios de la deuda externa. Vale decir, es la misma situación que nos llevó a la crisis de 1890.

Llegado a este punto, se hace evidente que debemos buscar mecanismos que permitan un equilibrio, basado en una mejor reciprocidad de cambios. De tal modo, que tanto el inversor reciba su ganancia, pero, que a la vez, exista un incentivo para que no tenga  “secuestrado” su dinero en una actividad especulativa.

Igualmente, el productor debe obtener su parte para que, en definitiva, pueda seguir produciendo los bienes reales que todos consumimos. 

El ya mencionado Silvio Gesell vio la necesidad de obligar a los tenedores de dinero a hacerlo circular para impulsar diversas actividades productivas. Lo denominaba “dinero sellado”, vale decir, era uno en el que se penalizaba su mera tenencia o que era retirado de circulación cada dos o tres años. 

Como sabemos, han pasado muchos años desde la ideas de Gesell hasta nuestros días. Pero hay una realidad que permanece subyacente. Cual es, la gran cantidad de recursos financieros, ya sea en dólares o en nuestra moneda, que los argentinos retenemos, sin otra perspectiva que una altísima tasa de interés en el caso de los pesos, o como una reserva segura de valor en caso de los dólares.

Pues ha llegado la hora de que ese dinero así inmovilizado se vuelque a la producción. Obviamente, que serán necesarias medidas políticas que favorezcan esta liberación, pero también instrumentos contables que la permitan.

Por ejemplo, tras la pasada crisis del 2001, una de las formas que encontraron las provincias para financiarse fue el uso de las denominadas cuasimonedas. Las que, en buena medida, responden al concepto de “dinero sellado”. Una realidad que parece estar a punto de repetirse en varias provincias argentinas, como es el caso de Chubut, Neuquén, La Pampa y Chaco.

No todas las cuasimonedas fueron un fracaso. Algunas, como los bonos transables, tales como el Patacón bonaerense o el Petrom mendocino, funcionaron bastante bien, ya que al tener una fecha de vencimiento no se podían atesorar y había que gastarlos en la compra de bienes y servicios.

El Petrom mendocino, aparecido en 2002.

Esto produjo un auge productivo a la par que aumentó la recaudación y permitió eliminar el déficit fiscal. 

Tal vez ha llegado el momento de volver a estudiarlas y, llegado el caso, aplicarlas en forma perfeccionada. 

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.