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Voceros en el reino donde la libre expresión tenía pena capital

09 de junio, 2019 - 08:02

La noble tarea de informar tuvo su inicio en la humanidad como toda historia en el hombre. Ahí donde debían decirse verdades y que tuvieran voz los que siempre tuvieron derechos y libertades, aunque el común no lo supiera. Esta es parte de la historia, que por esas cosas de los seres humanos llegó hasta nuestros días:

Había una vez un remoto reino, en el que todo lo que se conocía eran las bonanzas, coloridos y bienestar de la comarca. Todo según lo que decían puntualmente los parlanchines que el mismo rey pagaba en monedas doradas con ajustado libreto. Argumento que no contenía libertad de expresión y mucho menos de difusión.

Entre tanto, en la amplitud del reino ocurrían hechos que para nada se acercaban al relato monárquico. Eso, como era de esperar, no debía saberse, ni hablarse, ni debatirse, nada. Es entonces cuando entre los productores que vendían sus productos para alimentar al reino, aparecieron voceros que querían reflejar la verdad y nada más que la verdad de lo que ocurría en toda la comarca.

Ellos pensaban que debían llegar a cada poblador, incluso a quienes no accedían al mensaje de los parlanchines. Y así, manos a la obra, comenzaron a deambular por cada rincón, cada caserío y en el centro mismo del reino. Los voceros contaban todo lo que ocurría de un lado a otro, colocando un lazo comunicacional entre la gente.

De repente todo el reinado comenzó a informarse con la verdad. La gente en cada punto de la comarca esperaba a los voceros, los que en su relato introdujeron algo que nunca habían escuchado en todo el reino: derechos. Derechos al digno vivir, a la alimentación, a la educación, a ser curados, al valor justo de lo que se le debería pagar por sus productos. Derecho al libre pensamiento y de poderlo expresar.

Pero también a enterarse de aquellas cosas que pasaban sobre sus espaldas. Una monarquía feudal, donde el rey se había encargado personalmente de ubicar a cada uno de sus familiares directos en puestos claves del reino para monitorear todo. Desde los que manejaban a su antojo la economía, hasta los que administraban la justicia. En esta última se había creado una cerrada cofradía masónica con estrictas órdenes y llegada del rey. 

Nada quedó librado al azar. Se había instalado una monarquía absolutista. Por eso se avasallaban los derechos de los campesinos sobre sus tierras, quitándoselas y a la vez, sometiéndolos para que la sigan labrando.

El trabajo de hormiga del vocero había dado sus frutos. Le gente quería saber la verdad y solo la verdad. No los cantos de sirenas de los parlanchines pagados por el reino.

De golpe todo llegó a oídos del rey. No podía creer lo que estaba sucediendo. La gente ya no se reía cuando lo miraba, ahora sus expresiones se centraban en el ceño fruncido de quienes eran engañados. Inmediatamente el monarca llamo a sus asesores, les ordenó pagar con más monedas doradas a los parlanchines para que estos disfracen aún más la  fantasiosa realidad. A su vez  preguntó quiénes eran los responsables de portar esa verdad que él no quería que se supiera.

Tan grande fue el enojo del monarca que se sintió en todo el reinado. Lo primero que hizo fue localizar a los voceros y para quienes trabajaban. Inmediatamente llamó a sus lacayos asesores y les ordenó la misión de inventar castigos impositivos para esos productores de quienes dependían los voceros. El mensaje fue inconfundible, tenían que hacer callar al vocero. De persistir, la orden era fundirlos o quitarles sus campos.

Los productores se reunieron ante la grave situación. Debían tomar determinaciones que no perjudicaran su producción y a las miles de familias que de ella dependían.

Entonces, apretando el pecho y guardando el oxígeno de libertad que habían sentido con la verdad que sus voceros transmitieron por un buen tiempo, decidieron acallar sus mensajes.

El rey había impuesto una vez su autoritario accionar, pero el reino ya fue no igual. La gente había sentido por primera vez el ancestral legado de la humanidad: libertad y derechos. Dos trascendentes aspectos de todo ser humano que ellos se encargaron de legar a las generaciones que vendrían.

El mundo se encaminó decidido a liberar a su gente y otorgarle derechos universales. Aunque tuvo que pasar mucho tiempo, con democracias derrumbadas por autoritarismos y democracias con solapados autoritarismos. En ambos casos, sobre todo el primero, con muchas tragedias acompañadas por la muerte de millones de personas.

Porque el autoritarismo, también enquistado hasta nuestros días, no cesa de hacerse presente.

Una añeja batalla que hasta ahora va ganando el ciudadano común. Porque en su deseo íntimo de ejercer libertad y clamar derecho anida ese ancestral mensaje de los voceros. El que hoy no se acalla, ni acallará por la digna tarea de informar del vocero de esta época: el periodista.