30 de junio, 2019 - 12:37

Y un día, al 9 de ese equipo lo vendieron a Ferro. Y al 10 a Vélez. Al arquero lo compró Boca. El número 3 se fue a River. Y el técnico que los había dirigido fue campeón en otro país. 

Hasta el hincha más famoso era un periodista que trabajaba en una de las cadenas televisivas más exitosas del país. Y el cantante de moda, oriundo de ese pueblo viñatero, en el final de cada recital se sacaba la camisa y dejaba ver abajo la casaca de ese equipo, el de sus amores. Y el parlamentario decía públicamente que era hincha del Atlético Club. 

Y cepas de todas edades nutrían las vasijas de las bodegas de Primera División. También el cura, el alcalde, el gobernador y la Policía (Perfectos Idiotas dixit) sí que bailaban al son de la vieja marcha. Querían y merecían ser de Primera, pero no había caso. 

Pese a la calidad de sus futbolistas, que por algo los venían a buscar desde todas partes, no tenían la fortuna que se necesita para ser campeón. Mancaba en los arranques, en las finales, en los cuartos o la octava y media. De capacidad probada en esfuerzos individuales, pero nunca el impacto colectivo para instalarse en la máxima categoría. 

Y lo sufría enormemente ese pueblo. Porque si el fútbol se respira, allí había pulmones de sobra. Y allí se inhalaba y exhalaba fútbol instintivamente. En cualquier negocio de ventas o en el taller o en la escuela, indefectiblemente se concluía hablando sobre el equipo de no Primera. El que hizo campañas memorables en los años 70.

Y el Joaco ya se sabía de memoria la historia. “Mirá pibe, no lo vas a creer como jugaba el Negro”. Y claro que la había escuchado, pero quería alguna vez erizarse con la seducción de la gloria, no solo de la épica del siglo XX. Y en la tribuna era de los que más coreaba aquello de “esta hinchada se merece, se merece ser campeón”.

Y así craneó. Fue el día que la Selección Nacional se despedía de su gente ante Guyana. El actor principal contra un doble de riesgo. 

La partida al Mundial de Fútbol de la albiceleste. Y se tomó el micro hacia Capital. Sutil maniobra que no se la contó a nadie. Fue hablando a uno por uno. Y así un día de la concentración de Boca, la de Vélez, la de River, la de Ferro y la de cada albergue juvenil en inferiores fueron quedando camas vacías, hasta sumar 22. Sí 22, tan loco como él. Y el cantante faltó al megashow en Brasil, y el periodista estrella ese día adujo una conjuntivitis para no salir delante de cámara. Hasta el parlamentario ese día faltó a la sesión para tratar su proyecto para bajar la edad de imputabilidad de los pibes. Y el cura no dio misa y la Policía se amotinó en un 24 x 72. 

Y de ese pueblo surgió una explosión turística hacia la meca del fútbol. Solo un viejito con una radio se quedó en la plaza esperando noticias de ese acontecimiento. Cincuenta mil entradas se volaron apenas se pusieron a la venta vía on line y todas desde la misma localidad.

Y en la cancha de fútbol, la selección calentaba para sortear el trámite. Pero pasó lo imprevisto, o no. Insospechadamente los guyanos no agarraron el avión. El Joaco, capo en piratería informática, les comunicó que no habría encuentro, que se suspendía por razones ajenas a la entidad. Pedía disculpas y aseguraba que irían alguna vez a jugar a ese territorio en permanente litigio con venezolanos, franceses, holandeses y británicos. Era un mail que parecía oficial, con membrete de la AFA. Claramente para los sudamericanos se suspendía, pero sí habría partido.

En cada asiento del micro que era para los sudamericanos, venían los que hoy brillaban o estaba a punto de hacerlo en otros horizontes. Nadie sospechaba; para un patovica da lo mismo un guyano, angoleño, sirio, peruano, uruguayo o chacarero. Como para darle mayor identidad a la aventura, el periodista, el cantante, el político y el cura se habían sumado gustosos a la corajeada de Joaco. Pasaron y pasaron controles policiales y así llegaron al portón del Monumental. Se bajaron e ingresaron.

Y entre handy y handy se escuchó: “llegaron los guyanos” y así entraron al vestuario, se cambiaron, y antes que alguien les preguntara algo, apuraron el paso e ingresaron al campo de juego. Desde la tribuna, 50 mil personas arrojaron papelitos. Los de la Selección argentina miraban sorprendidos. Estos de guyanos no tenían nada y tenían su hinchada propia. “Oh, dale Chacarero, es un sentimiento, no puedo parar”, se instaló porque para colmo muy poca gente puso interés en el acting contra una ignota selección. Los 50 mil agotaron las entradas para verlos a los suyos, todos juntos. 

El Joaco sonreía feliz. Había escrito su propia épica. El pueblo entero volvía a lo más grande. Eran locales otra vez.