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Como por arte de magia

18 de junio, 2019 - 18:29

En la barra de amigos de mi juventud existieron personajes pintorescos dignos de destacar.

Estaba el Gordo Monzón, capaz de comerse un lechón de un solo bocado; el Aristóbulo, tan flaquito como una vela y de piel casi transparente; el Polaco Kiev, rubio como el sol, de una altura que oscilaba los dos metros, sus padres habían llegado de Polonia cuando los alemanes decidieron invadir su país y expulsaron a miles de judíos. Nunca supimos si el polaco era o no judío, lo que sí conocíamos era su gigante corazón. También estaban el Petiso Urbieta, el Mudo Cueto, el Jorobado Pena, el Narigón Salgado, el Tuerto Miranda, el Pelado Sandez, que con 18 años ya casi no peinaba ningún pelo; el Rubio Leguizamón, de grandes ojos verdes y una facha impecable, era la persona que atraía a las mejores minas de las distintas barriadas que solíamos visitar y junto a ellas venían las amigas, así con suerte ligábamos algún que otro cucaracho que no fuera de las apetencias del insaciable ‘latin lover’. 

Pero el que más misterio generaba era el Turco Abraham, nunca le conocimos oficio y domicilio, tenía una intuición casi única, siempre estaba ubicado en el lugar justo en el momento indicado. Sabíamos que vivía por la calle Falucho, entre Sargento Cabral y San Martín, nunca nos preocupó demasiado averiguar de su vida, era un tipo callado y bueno hasta la sumisión, vestía en forma muy humilde,  siempre estaba limpio y olía a perfume de lavanda.

Por aquellos tiempos, nuestra diversión era el fútbol, ir al cine Belgrano para ver alguna película de acción o al trasnoche de los cines del centro a deleitarnos con la Isabel Sarli y sus esculturales pechos, luego caminar por la calle San Martín hasta Córdoba y comernos una regia porción de pizza en Rodicar con una cervecita helada.

Cuando la moneda escaseaba íbamos al Montecarlo a tomar un café y escuchar en el Winco a Julio Sosa, El Club del Clan o los Wawancó, mientras hablábamos y soñábamos nuestro futuro. El Turco  siempre estaba con nosotros, le pagábamos entre todos lo que consumía, éramos una barra bien unida. Una noche de esas, llena de aburrimiento, hablamos sobre qué sueño nos gustaría cumplir en nuestras vidas. 

El Gordo dijo: “Correr en una moto de 250 cilindradas”, el Flaco Aristóbulo deseó “tener una novia como la Isabel Sarli”, el Pelado Sandez comentó: “Poder peinarme todas las mañanas”. El Polaco nos emocionó casi hasta las lágrimas, expresó: “Conocer el país de nacimiento de mis padres y correr por las praderas verdes de esa Polonia perdida”. Así fuimos diciendo nuestros sueños, hasta que le tocó el turno al Turco; todos hicimos silencio para escuchar el pedido de nuestro amigo, que manifestó: “Hacer un gol de arco a arco”.

Ese deseo nos sorprendió, nos quedamos absortos y el Gordo Monzón largó su risa chillona y tentadora, al instante todos estábamos riendo en forma desmedida.

Mientras el Turco estaba en silencio, nos miraba casi extrañado, su cara se sonrojó, se paró de su silla en forma violenta, la misma cayó al piso e hizo un fuerte estruendo, generando entre nosotros un silencio casi sepulcral, aprovechado por él que con amargura expresó una frase que nos hizo entender que lo habíamos herido. “Les juro que si hago un gol de arco a arco, me retiro, no juego más al fútbol, me voy de Las Heras y hasta de Mendoza, desaparezco de esta barra y no me ven más el pelo...”.

El Gordo que era el más burlesco, llorando de la risa le dijo: ¿Turco, adónde vas a ir si sos un muerto de hambre?, aparte nunca jugaste al fútbol, ¿cómo vas a hacer un gol de arco a arco?”.

Este duro comentario lo hirió más y nuevamente manifestó: “Les juro por la luz que me alumbra que hago un gol de arco a arco y me pianto de este mundo...”, y se retiró casi llorando.

El tiempo pasó y la charla de ese día había quedado en el olvido, cuando surgió un desafío con el equipo imbatible de la otra barra, llena de matones y fanfarrones que siempre nos quitaban las mejores minas, nos ganaban los partidos por goleada y, como si fuera poco, nos mataban a patadas. 

Esa mañana de domingo la cancha de Tamarindos lucía repleta de público, nuestro ego desbordaba de entusiasmo. Comenzamos el precalentamiento y vimos que el Polaco se tomó la pierna derecha y dijo: “Me desgarré”. Esa frase paralizó nuestros miembros inferiores, nos agarró un ataque de histeria; en el equipo éramos justo once y no podíamos perder a nuestro arquero de esa estúpida manera. Como siempre, el Turco estaba en el momento justo. Le dijimos si quería jugar al arco, su respuesta fue un movimiento de hombros, se puso el buzo que le sobraba por todos lados, se ató bien las Pampero y salió a la cancha.

El partido comenzó con los contrarios presionando, y el Turco luciéndose en cada intervención, cosa que nos admiraba. Le gritábamos para alentarlo en cada atajada. Sacó una pelota increíble del ángulo con mano cambiada y un mano a mano fue resuelto con suficiencia por el debutante arquero. El Gordo Monzón, parado en el medio campo con las manos en la cintura y casi sin aire, no sabía cómo aplaudir, el Turco se agrandaba cada vez más. El cero se mantenía, el final del primer tiempo llegaba, todos alentábamos a nuestro ‘guardapalos’, la figura del equipo.

En el segundo tiempo nos animamos, le metimos un par de contras, una de ellas se transformó en un golazo del Pelado Sandez, lo gritamos con alma y vida. A partir de ese momento teníamos que aguantar el resultado, sabiendo que el Turco se apoderaba de la pelota en cada intervención.

Cuando casi promediaba el partido, se produjo una jugada confusa en el medio campo y el puntero derecho contrario salió disparado con pelota dominada en dirección a nuestro arco teniendo únicamente al Turco como rival. Al ingresar al área, nuestro arquero le salió al encuentro con la intención de hacerle penal, pero ocurrió el milagro, el delantero tropezó en un bordo, se cayó y la pelota fue rumbo a la manos del Turco, que en vez de tomarla decidió darle un puntín fuerte para despejarla lejos; la pelota se elevó y salió disparada como un misil en dirección al arco de los petulantes. La trayectoria del balón sorprende al arquero contrario e ingresó sin que el sorprendido arquero pudiese atinar a nada. 

Fue el gol soñado por el Turco, ese gol de arco a arco, y mientras gritaba como loco, se sacaba las zapatillas y las arrojaba hacia los hinchas y corriendo por la calle Falucho, gritaba: “Se cumplió mi sueño, se cumplió mi sueño”.

Desde ese día no supimos más de él, desapareció así de repente de nuestras vidas. Preguntamos a los vecinos, quienes manifestaron que jamás habían sentido de alguna familia llamada Abraham por esa zona. 

Pasados los años, los mismos de la barra que nos sabemos juntar a recordar esa charla del Montecarlo pudimos comprobar que los únicos sueños que se cumplieron fueron los del Turco Abraham y el Flaco Aristóbulo, que se casó con la Gordita López, que tenía los pechos tan grandes como los de la Sarli.

Dicen por ahí que “los sueños, sueños son”.

¿Habrá sido un ángel?, nos preguntamos más de una vez. Tal vez no. Lo único que supimos que soñó y deseó mucho, tanto que tuvo que cumplir la promesa de desaparecer de este mundo como por arte de magia.