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Nuestra difícil relación con la verdad

La Argentina vive casi un estado de guerra, con la diferencia de que –al menos por ahora- hemos dejado de matarnos; solo con odiar y descalificar alcanza.

04 de marzo, 2019 - 07:19

En la vasta República de la Grieta, este triste territorio que habitamos, nos hemos transformado en esmerados especialistas en la destrucción de todo aquello que reivindicamos, y más curioso aun es que lo hacemos en nombre de esa propia reivindicación.

Estaría bueno, en algún momento, parar la pelota y volver a pensar en nuestro aporte a la confusión general. ¿Podríamos actuar de otra manera, vivir de otra manera, relacionarnos de otra manera?

Claro que no, si lo que importa es tener razón, salir ganando, y su peor cara, vencer y humillar al otro.

La Argentina vive casi un estado de guerra, con la diferencia de que –al menos por ahora- hemos dejado de matarnos; solo con odiar y descalificar alcanza. Las batallas se dan en escenarios virtuales, jugamos a la play con la democracia, tal vez por cobardía, y la sangre real aparece cuando linchan a un supuesto ladrón o destruyen patrimonio público con saña de combate sublimado.

Pasaron muchos siglos, más de 25, desde que Esquilo señalara en la antigua Grecia que la primera víctima de la guerra es la verdad, pero lo anunciaría ahora si se pudiera teletransportar desde la lejana Ática a cualquier barrio de aquí nomás.

La mala noticia es que sin verdad no vamos a construir nada bueno. Hay un caso que sirve como demostración cabal de que importan las palabras, pero no su contenido.

Desde el advenimiento de la democracia, el reclamo por el esclarecimiento de las atroces violaciones de los derechos humanos estableció una tríada de valores que supuestamente se impusieron: memoria, verdad y justicia. Hasta esos sagrados reclamos se han transformado en sus opuestos: sus defensores reclaman ahora desmemoria, mentira e injusticia.

Me explico: la oleada de detenciones de militantes arrancó en el 74. El marco legal se lo dio el peronismo con la Ley 20.840, surgida de un Congreso democrático. No se ha denunciado y juzgado a un solo dirigente peronista de esa época.

Es desmemoria, pero además es consagrar una mentira, y en consecuencia es injusticia. Todos lo saben en los ámbitos de derechos humanos, pero todos están contentos con la “verdad” que eligieron, más allá de que sea mentira.

El ejemplo aplica para el resto de nuestra convivencia. No importa la verdad, no importan los hechos, solo lo que pensamos de ellos. Así, la Argentina no discute sobre la realidad, discute sobre las percepciones sectoriales de lo que sucede. No se puede curar una enfermedad sin antes identificarla.

Macri, entonces, nos cuenta un país de ficción desde la apertura de la Asamblea Legislativa. Del otro lado, el peronismo defiende una ficción donde su país era próspero y feliz hasta que llegaron estos.

Algunos casos mueven a risa. Por ejemplo, se discute con fiereza el descanso del Presidente en San Martín de los Andes, pero se defendían con uñas y dientes los permanentes viajes de Cristina al Calafate. En un caso son haraganería; en otros, merecido descanso.

Mendoza merece un párrafo aparte: es uno de los pocos lugares donde se destripa a los gobernantes por hacer obras, por ejemplo. Molesta soberanamente que se arreglen plazas, se pavimenten calles, se mejoren los parques.

Lamentablemente, la grieta no se va a cerrar. ¿Qué nos espera? ¿La aniquilación de un sector? ¿Pasar de las palabras a los hechos? Espanta, a esta altura, cómo florecen las amenazas de venganza y escarmiento.

Más allá de quién gane en Argentina, lo que no se ve por ningún lado es la esperanza de que haya algún tipo de reconciliación, de consenso. Es muy mala la noticia de que todos los sectores en pugna se benefician con la grieta, porque inevitablemente, la sociedad entera pierde. Y la verdad nos queda cada vez más lejos.