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Terrorismo: las cosas por su nombre

Las tendencias que estarían consolidando esta violenta lucha son el fin del sueño globalizador de que todos podemos vivir en un mundo homogéneo, las grandes migraciones globales y locales y la clase media que lucha por mantener sus recursos y puestos de trabajo

30 de marzo, 2019 - 10:13

Años atrás, definir lo que era un terrorista planteaba algunas dificultades, al menos para algunos. Pues, como decían, “el terrorista de uno es el luchador de la libertad de otro”.

Bastaron los avionazos del 11S para que muchos, al menos los ‘liberals’ norteamericanos estrecharan sus márgenes de duda.

Ellos, que habían hecho la vista gorda durante los 60 y los 70 sobre los ataques terroristas perpetrados por bandas marxistas en el Tercer Mundo, incluido nuestro país, tuvieron que definirse.

Hace unos pocos años atrás le ocurrió lo mismo a los progresistas europeos tras sufrir una catarata de atentados terroristas en Londres, Madrid, París, Berlín, etcétera.

Sin embargo, cierta confusión perdura en nuestras tierras. Por ejemplo, hay quienes se niegan a hablar de terrorismo durante los 70: se habría tratado de simples “jóvenes idealistas”. No importa que mataran a mansalva a toda una gama de inocentes, incluidos niños. 

Tampoco se atreven a hablar de terrorismo islámico. No les importa que hayamos sufrido dos ataques a manos de una organización como el Hezbollah patrocinada por la República Teocrática de Irán.

Para colmo de males, las cosa vuelve a complicarse, como lo vimos hace pocos días, cuando un joven supremacista blanco australiano mató a inmigrantes musulmanes en Nueva Zelanda.

“El infierno está vacío, todos los demonios están aquí", le hace decir W. Shakespeare a uno de sus personajes antes de saltar al mar desde su barco en llamas en medio de una tempestad.

Probablemente sean las mejores palabras poéticas que puedan resumir este comienzo de año, ya que hemos tenido la desgracia de ver en nuestras redes sociales la matanza de inocentes ocurridas en dos mezquitas de un pueblo neozelandés, llamado para peor “Christchurch” o sea Iglesia Cristiana.

Para empezar, está el hecho de que el atacante se filmó a sí mismo y a sus múltiples víctimas en una escena criminal casi calcada de los famosos videojuegos, como Doom o Fortnite, especializados en matar a otros seres humanos de las más diversas maneras.

Para seguir, el atacante dice ser seguidor de ciertos youtubers, famosos por sus mensajes de odio racial, político y social. Lo dice en medio de la matanza. Todo esto hecho al ritmo de la marcha militar de los granaderos británicos, Fife and drums (Pífano y tambores).

Para casi terminar, se puede tratar de extender el contexto en el cual estos dramáticos hechos han tendido lugar. Uno que como tantos viene sometido al dictamen del multiculturalismo impulsado desde lo políticamente correcto.

No es para asombrarse, es más, le habíamos advertido a los optimistas de siempre que esto ocurriría, que el terrorismo no estaba derrotado, todo lo contrario.

En nuestros análisis habíamos anticipado que las tendencias se consolidarían. ¿Cuáles son éstas?

En primer lugar, el fin del sueño globalizador multiculturalista de que todos podemos vivir en un mundo homogéneo y el surgimiento –en consecuencia– de todos los localismos posibles. Desde los meramente comarcales hasta los que usan la palabra Religión con “R" mayúscula.

Como se sabe, esto último es particularmente cierto para el Islam, pero –como lo estamos viendo– ha sido muy bien imitado por otros, entre ellos el mismísimo Cristianismo. El surgimiento de Mahoma ha traído de vuelta a otros profetas de la guerra, No ya al Cristo del Sermón de la Montaña, sino al de los cruzados. 

En segundo lugar, le siguen en importancia las grandes migraciones, sean estas globales como las que lleva multitudes de Levante a Europa o meramente locales como las que mueven gente del campo hacia las megas ciudades.

En tercer lugar, un problema no menor es que en el medio de estos flujos y reflujos quedan atrapadas las clases medias, sean éstas de vieja data o la de los recién llegados. Son las que están reaccionado, sencillamente porque están en medio de la lucha. De la pelea por los recursos, por los puestos de trabajo y por el uso de los espacios públicos. No quieren perder lo mucho o lo poco que tienen.

En función de ello, no se puede dejar de notar el surgimiento de múltiples corrientes de opinión, esta vez no solo al margen, sino en contra de los grandes medios de opinión, y este fenómeno no les puede echar la culpa a las nuevas tecnologías de las redes sociales, ya que ellas son solo un instrumento para expresar el descontento.

Finalmente, estas tendencias están empujando a los sistemas de decisión política hacia el colapso. No son pocos los que han advertido que las estructuras tradicionales de partidos ya no le sirven a nadie, excepto a los políticos profesionales.

Tras los ataques, los políticos solo atinan a condenarlos, pero casi ninguno de ellos esboza una propuesta concreta para conjurarlos. Está claro que las armas no son el problema, por más que se lo repita hasta el cansancio. Ellas no matan, sino las personas que las usan. 

Como sucede casi siempre en estos casos, van surgiendo voces que aglutinan el descontento de los locales. Se llamen “Vox” en España, o “Chalecos Amarillos” en Francia. Está claro que una fuerza invisible recorre las entrañas de las sociedades modernas.

Son una suerte de invisibles. En su gran mayoría son trabajadores, campesinos o hasta profesionales provenientes de la clase media, que les niegan toda lealtad a un sistema político-social y económico al que acusan de haberlos traicionado.

Por lo que sabemos, otros invisibles fueron los responsables de los triunfos electorales de Trump en los EE.UU. y de Bolsonaro en Brasil. Nos preguntamos si la Argentina tendrá también sus invisibles.

Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.