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Las éticas de Alberto

02 de diciembre, 2019 - 07:15

A dos semanas de ser electo presidente, los movimientos y dichos de Alberto Fernández no ayudan a predecir su diseño de país. Ni siquiera se ha podido determinar un gabinete que supere el estado de rumor, números puestos o candidatos firmes.

Por un lado, es cierto que no tiene ninguna obligación de hacerlo. Pero por otro, algunas señales aportarían eso que la sociedad en todos sus ámbitos tanto necesita, que es previsibilidad, alguna certeza de las direcciones elegidas, ya que la pendularidad –inherente al peronismo en todos sus estadios- mantiene un estado de inquietud que suma deterioro.

Max Weber, en “La política como vocación” diferencia notoriamente entre dos éticas: la ética de las convicciones y la de la responsabilidad. Según su postura, el político puede actuar alumbrado exclusivamente por lo que piensa, por su ideología, respondiendo a la primera de las éticas, o bien puede, por la responsabilidad de su cargo, entender que maneja algo mucho más complejo y grande que solo sus convicciones, y en consecuencia apelar a la responsabilidad dejando un poco de lado todo aquello para centrarse en una construcción que sería, sin dudas, más plural y ciertamente más pragmática.

Cuando Néstor Kirchner asumió, su frase textual fue: no vengo a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada. Desde ahí, este movimiento político ha pensado más por ese lado de la ética, y ha llegado a veces al extremo de los riesgos que la postura conlleva, que es el fanatismo. Sobran ejemplos como para detenerse en enumerarlos.

Pero precisamente, en el imaginario político y social, Alberto venía a aportarle al kirchnerismo esa dosis de racionalidad, de dialoguismo y apertura del que carecía. Así fue vendido: un poco más de ética de la responsabilidad y menos de la otra.

Hasta ahora, si se elige mirar el presente con el cristal weberiano, el futuro presidente se mueve ondulantemente entre las dos éticas. Por un lado, sus dichos sobre honrar los compromisos internacionales, su reunión con el BID, la búsqueda de apoyos para las futuras negociaciones, la visita a Francia que acordó con Emanuel Macrón, van en el sentido de la responsabilidad. Entender que le toca manejar el presente, no fundar uno nuevo, que siempre ha sido un karma de los políticos argentinos, todos refundadores, y a la larga todos refundidores.

Pero por otro, sus palabras con Correa en un programa de TV rusa que hace el expresidente ecuatoriano, la reunión del grupo de Puebla con lo más granado del populismo latinoamericano, y las ideas puestas a circular por algunos personajes del entorno, dejan salir la cara más preocupante.

En algunos lugares del Estado, como la agencia oficial de noticias Telam, la TV Pública, el Conicet, el INTI, ha comenzado una casa de brujas por parte de cuadros militantes que no augura nada bueno.

La reunión con la CGT, en la que dijo que la entidad será parte de su gobierno, tampoco augura reformas en las relaciones laborales que estén a tono con las demandas y particularidades del trabajo en el siglo XXI.

Culminó una semana que mostró a Cristina en Cuba, a la CGT con Maduro y a Alberto con Rafael Correa, todo en simultáneo. La moderación quedó en Buenos Aires, y sobre todo en un ámbito del gobierno que necesita, tal vez más que ninguno, de la ética de la responsabilidad, como son las relaciones exteriores.

Una continuidad que debe exceder los turnos de gobierno porque son intereses permanentes y no afinidades ideológicas de cierto momento.

En economía –el principal desvelo de los argentinos– sus dichos fueron por lo menos llamativos, dando a entender por dónde va la cosa. Señaló que Argentina consume el 70% de lo que produce. Pero no lo usó como punto de partida para proponer un país más productivo, sino como guiño de que su eje será el mercado interno.

Si Argentina, como se dice, produce alimentos para 400 millones y tiene 40 millones de consumidores, en ese rubro se podría decir que consume el 10% de lo que produce, y ahí reside su principal, al menos por ahora, potencial de obtención de los dólares necesarios para cubrir las demandas de un déficit perenne y galopante.

Por otro lado, desde la tropa propia le marcan la cancha. Juan Grabois señaló que este es un país de mecha corta, como diciendo que si no se cumplen sus demandas el estallido social puede estar al caer.

El dilema weberiano no tiene por ahora un pronóstico fácil. ¿Cuál de los Albertos se sentará en el sillón de Rivadavia? En un mes sabremos la respuesta.