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Un verano como este, pero dos siglos atrás...

07 de enero, 2019 - 12:58

El Plumerillo era, hace 202 años atrás, un campamento militar donde se trabajaba, se instruía y se preparaba una fuerza para pelear. No había tiempo para perder, se los había explicado hasta el cansancio el coronel venido de España, que también era el gobernador intendente de Cuyo, que se veía que sentía la causa americana hasta los tuétanos.

Al contrario de otros militares revolucionarios, todo en el General José de San Martín transmitía simpleza y fuerza. Su uniforme, aún con sus toques personales, distaba de los grandes entorchados que eran del gusto de esos figurones.

Sus modales y sus gustos, también, lo diferenciaban. Para empezar, no tenía amanuenses dedicados al cuidado de su persona. En cambio, tenía tres ayudantes militares, a los que volvía literalmente locos con una catarata de órdenes que empezaban al alba y que muchas veces superaban la puesta del sol.

El Plumerillo funcionaba, de hecho, tanto como un campo de instrucción militar como el cuartel general del naciente Ejército de los Andes. Al efecto de servir a la primera de estas finalidades, contaba con una amplia plaza de armas, donde se practicaban los movimientos de orden cerrado. Y con un espaldón que servía como polígono de tiro. Para la segunda, disponía de un grupo de humilde edificaciones de barro y techo de paja que servían de alojamiento a las distintas dependencias del Estado Mayor y la Maestranza.

Por su parte, la Mendoza de esa época, circa 1814, era una aldea edificada a la vera del piedemonte oriental de una cordillera baja. Llamaba la inmediata atención del visitante una elaborada red de irrigación compuesto por canales, hijuelas y acequias que cruzaban la ciudad en todas direcciones. Este singular sistema era –de hecho– una herencia de los primeros habitantes de la zona: los indios huarpes.

Había, como en todo poblado colonial, una plaza mayor. En torno a ella se levantaban el templo mayor –en este caso dedicado al patrono de los Franciscanos–, el Cabildo y una feria o mercado. Las casas eran bajas en su mayoría y las calles de tierra, pero mantenidas en orden merced al permanente regado a la que eran sometidas para aplacar la tierra y al barrido constante que las hacendosas mendocinas realizaban con escobas de pichana.

Soldado instruido como era el coronel San Martín, sabía muy bien la importancia de conocer el terreno para la correcta resolución de la ecuación militar que debía enfrentar. Por eso fue que encargó varios reconocimientos a “esos montes”, como el mismo los llamaba.

Sabía que pese al dicho voluntarista de Napoleón, una cosa era que pasara un baqueano a través de una montaña y otra muy distinta todo un ejército. Para colmo de males, no había muchas variantes para llevar las cargas pesadas como las de la artillería de campaña, ya que no había que cruzar solo una cordillera, sino cuatro.

La primera era la precordillera mendocina, que si bien era baja, también era dura y fatigosa de atravesar por la marcada ausencia de recursos; la segunda era la Cordillera del Tigre, sólo accesible por el difícil paso del Espinacito, de más de 6.000 varas [1] de altura; y a continuación, venían dos formidables cordones paralelos: el de la Cordillera Oriental y el de la Occidental, o del Límite.

Por suerte, entre los macizos señalados corrían valles longitudinales, como el de Uspallata –entre el  primero y el segundo- y el del río San Juan entre el segundo y el tercero- que permiten un breve descanso al viajero, ya que en ellos hay pastos, agua y leña en cierta abundancia.

Pese a todo lo dicho, la majestuosa magnitud de los Andes no había sido nunca un obstáculo absoluto para las comunicaciones entre Mendoza y Santiago de Chile. Ya sea para los corredores incas que la recorrían desde Cuzco hasta Tambillos o para los chasquis, que lo hacían entre la Capitanía General de Chile y su dependencia cuyana.

Desde aquellos lejanos tiempos se habían establecido rutas por las que marchaban desde correos y personas hasta bienes comerciales. Por ejemplo, por más de 200 años los trámites judiciales cuyanos debieron tramitarse en la Real Audiencia de Santiago Chile, por lo que existía un eficiente sistema de postas.

También cruzaban esas montañas los insumos que en Cuyo se elaboraban y los que llegaban de contrabando provenientes de barcos ingleses y franceses que recalaban en el puerto de Buenos Aires y que eran requeridos en Santiago.

En sentido contrario llegaban desde la capital trasandina manufacturas como armas y pólvora que esas provincias necesitaban para luchar contra las invasiones de los indios. Obviamente y pese a todo lo intenso que pudiera llegar a ser, no era, por razones obvias, un cruce sencillo. En principio, hacía falta un equipamiento para enfrentar las bajas temperaturas y un ganado excelente, preferentemente mular.

En forma paralela, estaban los cruces clandestinos que practicaban los contrabandistas de ganado y otra gente de averías. Pero todos ellos, ya fueran legales e ilegales, quedaban confinados a los meses calurosos que iban de noviembre a marzo en un año benigno.

Tampoco eran raras las tormentas de nieve y de viento blanco –aún durante ese lapso- que atrapaban y literalmente mataban a miles de animales y a los audaces que las arreaban. Como efectivamente pasó en el año de 1654, cuando una tropa de reses a cargo de Antonio y Pedro Moyano Cornejo debió soportar una tormenta de ocho días que provocó la muerte de 3.000 de las 4.000 cabezas de ganado que trasladaban.

Pero hacerlo comercialmente era una cosa y militarmente otra muy distinta, ya que a la oposición que presentaba esta formidable geografía había que oponerle la voluntad adversa de un enemigo que podía montar emboscadas en lugares de paso obligado. En este último sentido, una de las reglas de oro de la guerra de montaña es que un pequeño destacamento bien armado y abastecido puede retener casi indefinidamente a un adversario mucho mayor que pretenda forzar un paso obligado.

Entre ambos peligros, San Martín ya había elegido. Preferiría enfrentarse a todos los rigores que la montaña le ofreciera antes que a un piquete realista que, aunque reducido pero bien ubicado, pudiera malograr a alguna de sus columnas de marcha.

Con ello se adelantaba a su tiempo, con lo que se conocería después como la 'Estrategia de la aproximación Indirecta', hecha famosa por el capitán inglés sir Basil Liddell Hart.

Por su parte, la historia militar registraba otros cruces militares de magnitud y por ende famosos, como el de Aníbal en su guerra contra Roma y el de Napoleón para ocupar el norte de Italia. Pero todos ellos deben ser considerados de menor magnitud al que intentaría el militar criollo.

Especialmente si se reconoce que tanto en ancho como en altura, los Pirineos, que son los montes que los dos primeros necesitaron franquear, son comparativamente mucho menos imponentes que nuestros macizos americanos.

Todo ello sin mencionar el hecho, nada despreciable, de que el macizo europeo estaba cubierto de pequeños poblados de montaña, los que, eventualmente, podían brindar refugio o apoyo a las tropas todos conectados por bien conocidos senderos. Nada de eso existía en nuestros montes, despoblados y carentes de recursos como eran.

En función de todas estas consideraciones, San Martín había orientado a su Estado Mayor para que, por sobre todo, buscara la sorpresa como factor de éxito principal.  Como él la llamaba: una manoeuvre de derrière [2] que le cayera al enemigo por un lugar que no esperara. Ello imponía cruzar los Andes por un lugar inesperado, vale decir, por uno difícil.

Estaba la ruta principal conocida como del Aconcagua, que unía las localidades de Uspallata y Los Andes. Su propia facilidad la descartaba para los planes, pero el problema residía en que era la única que permitía el tránsito de grandes cargas como la artillería.

Por supuesto había otras, tanto al norte como al sur del objetivo estratégico que representaba Santiago de Chile, centro del poder realista. Pero estaban muy distantes entre sí. Por ejemplo, a 17 leguas [3] al sur discurría el paso del Portezuelo de Piuquenes, que llegaba a la localidad chilena de San Gabriel, y a 35 leguas más al sur, la del Portezuelo del Planchón Vergara, que se comunicaba con Talca.

Por su parte, al norte estaba el paso de Guana, a más de 80 leguas de Mendoza, que unía San Juan con la zona de Coquimbo.

En resumen, un frente lineal de montaña de más de 100 leguas para tropas con una movilidad que, como máximo, llegaba a media legua por hora. ¡Vaya desafío!

Todo saber artístico se rige por principios más o menos universales, pero –en el caso del militar- se trata de principios duales, muchas veces opuestos entre sí.

Por ejemplo, el principio de masa obliga a concentrar un volumen de fuerzas superior al del enemigo en el lugar decisivo. Ahora bien, toda gran concentración de medios es peligrosa, ya que es muy difícil de ocultar. Por lo tanto, este principio está reñido con el de sorpresa, que busca justamente sorprender al adversario.

Por consiguiente, la conducción militar es un arte que se balancea siempre entre dilemas. Una gran concentración de tropas dificulta la sorpresa, la que a su vez se ve facilitada por la dispersión. Todo termina siendo una cuestión de medidas y proporciones, ya que, como sostiene Clausewitz, lo militar no tiene su propia lógica, pero sí su propia gramática.

Aun así, la lógica formal no se le aplica totalmente. En cambio, son las leyes de la paradoja la que mejor lo rigen. Por ejemplo, un buen plan puede fracasar por el simple hecho de será el más esperado por el enemigo. Por el contrario, uno aparentemente malo, puede tener éxito porque el enemigo no esté preparado para enfrentarlo.

Todo esto, al contrario de muchos de sus contemporáneos, lo sabía San Martín y allí residía parte de su genio. Él sabía que debía reunir la masa de sus fuerzas en un lugar del otro lado de la cordillera. Preferentemente cerca de ella y camino de Santiago de Chile que era su objetivo estratégico intermedio.

Para ello, primero había que evitar los destacamentos que los realistas ubicarían en los pasos obligados de la cordillera para detener a un ejército invasor.

En este último sentido, en la elección de lugares de paso, en su cantidad y en su ubicación estaba la clave del problema. Una columna única hubiera sido fácil de detectar, anticipar y en consecuencia detener. Por el contrario, hubiera sido difícil que muchas columnas pequeñas pudieran apoyarse mutuamente; a la par de  fáciles de ser derrotadas individualmente por un adversario hábil.

“Dispersarse para marchar y reunirse para combatir”, tal era la máxima elaborada por el filósofo chino de la guerra Sun Tzu, quien varios siglos atrás había sintetizado la norma bélica que San Martín debería seguir si quería tener posibilidades de éxito.

Sencillo de comprender cómo era el principio, la dificultad de su cumplimiento estribaría en los detalles del dónde, del cómo y del cuándo. Para su definición el conocimiento del terreno sería vital, y en este sentido, los viejos baqueanos cuyanos tenían la llave de este conocimiento.

Continuará...

[1] Vara: La vara fue una unidad de longitud equivalente a 3 pies, por lo que su longitud oscilaba alrededor de los 0,8 metros.

[2] Con la manoeuvre de derrière –o maniobra de flanco– se busca por un lado evitar atacar frontalmente el dispositivo enemigo, y por otro lado, golpearlo en su flanco o en su retaguardia.

[3] Legua: la legua correspondía aproximadamente a lo que en toda España se ha llamado y llama al camino que regularmente se recorre en una hora. Lo que en términos prácticos se toma como unos 5 km, aproximadamente.