18 de enero, 2019 - 18:33

De fondo tengo la cancha, voy siempre pero ya no entro. Desde que puse el carrito me quedo afuera. 

Antes ponía la AM para saber cómo iba, pero ese ruido a fritura que hacía la frecuencia del dial se me fue perdiendo, como si algo no sintonizara bien. El silbido de los choris y el ruido de las brasas me ganaron los oídos. Los bombos y los cantos se escuchan desde lejos, como en una radio de un patio vecino, todo se mezcla en esa lluvia de cosas. Me pierdo trabajando entre ese sonido que me envuelve de afuera y la parrilla que me abraza de frente, a veces no sé bien dónde estoy.

Dejé de darle bola a los partidos cuando llegaron los pizarrones, los psicólogos y todo se transformó en un laboratorio ordenado, limpio y preciso; cuando lo aburrido y lo predecible ocupó el lugar de los potreros, pero esa noche algo parecía distinto. Jugábamos con un equipo que invocaba la desgracia desde su propio nombre: Desamparados, y nosotros veníamos bien. Comenzaron a sonar los goles, de a poco me empezaron a llamar en un eco que llegaba con el viento, uno tras otro como hacía mucho no pasaba.

Yo le metía brasa a los choris, el partido estaba por terminar y los muchachos salen siempre hambrientos. Tenía los panes cortados y la parrilla bien cargada, se oía fuerte el chirrido y el fuego crecía iluminando todo. Hay cierto encantamiento en ese sonido repetitivo que por momentos me hipnotiza. Estaba en eso cuando sentí el silbatazo. Había sido lejos, seguramente en el arco que da a los camarines viejos. Yo estaba por el lado de calle Lencinas, prácticamente en la otra punta. El bullicio empezó a bajar como una bruma ocupando el espacio, después se transformó en susurro. El partido estaba detenido, no podía saber por qué. Traté de escuchar qué pasaba. Las brasas se apagaron en un instante y las dejé. Miré al estadio, pero por más que corriera, el portón quedaba lejos y no iba a llegar a asomarme. Los bombos sonaban más suaves… y de nuevo el silbatazo. Después un silencio se adueñó de todo, apenas un instante, un segundo, no sé, el tiempo no puede medirse con tiempo. Sobrevino esa explosión, ese grito, los aplausos, la ovación y un nombre que se repetía  a coro. 

Fue un golazo, no lo vi, pero estaba seguro. Era esa sensación, la misma. Me recordó a otra época, como si repentinamente hubiera viajado en el tiempo hasta esos momentos en que ya sabíamos que era gol cuando el árbitro todavía no terminaba de cobrar el tiro libre. Es que El Víctor no fallaba, no había chance. Todos lo sabíamos, le avisábamos al de al lado: mirá, mirá… Pero esa escena era imposible, El Maestro dejó de jugar hace tiempo, y los Compadres también, esa escuela terminó hace rato. Era esa sensación la que estaba de nuevo en el aire, esa mística, la podía reconocer. No lo vi, pero lo escuché en vivo y eso era suficiente para saberlo. Cuando abrieron el portón la gente salía de a montones por Lencinas hacia el centro, iban en manadas hablando entre ellos. Abandoné el puesto y me sumergí en la multitud, escuchaba en estéreo todas las repeticiones, no hablaban de otra cosa.

Desde todos lados me llegaba esa música, cada uno lo contaba desde sus propios ojos: 

-Uno por teléfono decía: no sabés, la acarició por arriba de la barrera pero sin pegarle, invitándola a pasar, como si le abriera la puerta de su casa…

-Un nene, le explicaba al hermanito: yo lo vi bien, primero le habló a la pelota y le dijo por dónde tenía que ir, y la pelota después le hizo caso…

-Un abuelo, le comentaba a su esposa: fue un poema, querida, si el arquero se quedó mirando de tanta belleza, como cuando te conocí a vos…

Hasta pasó uno que dijo que había sido magia. No alcancé a ver quién era, ya no estaba cuando giré. Algo se iluminó. Si había sido un hechizo sólo uno era capaz. Había vuelto para este campeonato después de una temporada por el norte andino, tierras de chamanes y de historias ancestrales. Dicen que cada cierto tiempo ellos hacen viajes mágicos, que escapan a la lógica y que no se los entiende. Todo esto que pasaba parecía ser parte de una ilusión mayor: el mar de gente, la música de fondo, el humo de los choris, las luces y las sombras, el murmullo y la pelota en el aire girando sobre sí misma hasta caer suavemente inflando la red, para luego volver al césped donde es más feliz. Esa imagen dibujada en el aire pero que no vi, eso que todos cuentan en un grito colectivo y todas estas cosas que envuelven al estadio, la gente, las calles, la ciudad y al tiempo; que me lleva y me trae, se detiene y avanza, como una pelota manejada a voluntad entre los olímpicos del Víctor y la caricia de ahora en un tiro libre increíble, una ilusión que me sacó del puesto de los choris y me perdió en la ciudad entre mil historias de un Mago Oga y un gol que no sé bien cómo fue, o que quizás sí, pero es parte de este hechizo el no poder contarlo bien.