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Pedro Fóppoli: la máquina de hacer pájaros (parte 2)

“¡Era un grandote que cuando había que poner fuerte la ponía!”, escribe Oscar Reina en el cierre de su relato en que rememora al exjugador Pedro Fóppoli

16 de enero, 2019 - 16:31

Yo lo recordaba a Fóppoli por su fortaleza demoledora. 

Era un grandote que cuando había que poner fuerte la ponía. Y en todos se encendía la esperanza cuando iba arriba con su empuje de toro desmañado, con sus tremendos cañonazos y sus cabezazos mortales. Desde la tribuna, sabíamos que tenerlo en el equipo (Huracán Las Heras) significaba ir a ganador. 

¿De dónde le salía tal convicción? ¿A través de qué mecanismos intimidaba al adversario? ¿Por qué su sola presencia hacía que la llegada del gol fuera inminente?

Porque mirá que pasaron jugadores así, de su estampa y condiciones, pero el gringo Fóppoli transmitía algo, no sé, una seguridad, una inminencia, seguro los periodistas deportivos como el Blue habrán visto pasar a muchos. 

Pero en éste había convicción, y algo más, como si en los córners, por ejemplo, supiéramos que por acción de alguna mano invisible la pelota llegaría a su cabeza enrulada con toda la furia. Porque es cierto, los defensores se desesperaban al verlo llegar al área como cuando uno sabe que lo van a llamar a dar lección sin haber estudiado.

Se diría que estaba “tocado”. Que él, no era… “solo él”. 

Algunos hablan de talento, de gran dominio técnico, del físico privilegiado, de saber “leer” el juego, de intuir el lugar justo, de combinaciones y combinaciones de esto y aquello.

Pero quiero decir que siempre pensé que algunos jugadores… en realidad… algunas personas, ya vienen con un extra. 

Mirá que Huracán Las Heras nunca había salido campeón hasta aquél día de 1984. ¡Primer título de la Liga Mendocina de Fútbol!  

Pero si querés, para que observés el fenómeno, al año siguiente el Gringo se fue a jugar a Maipú, al Deportivo Maipú. 

¡Y ese año, 1985, Maipú se clasificó campeón después de 27 años! ¡Desde 1958 que no pegaba una! ¿Te sorprende verdad? ¿Es coincidencia? ¿Es un hecho mágico? ¿Es la rueda de la fortuna? No sabemos. ¡Pero queremos saberlo!

Y ahora lo tengo aquí, frente mío, mostrándome una foto donde lo llevan en andas por toda la cancha. Observo que los ojos le brillan, como a mí. Porque no siempre tiene uno la oportunidad de estar cerca de un fenómeno, de alguien que hizo historia aunque ahora ya nadie lo recuerde, ni haya tenido trascendencia más allá de la provincia.

-Todo fue un flash, un relámpago en medio de la noche. Un abrir y cerrar de ojos– dice el gringo Fóppoli, hoy con sus 55 o 56 años bien llevados. Habla de sí mismo como si se tratara de otra persona. ¡Pero claro! Si todo lo que le pasó fue tan breve, deslumbrante y vertiginoso que pasó como un Huracán por su vida. 

–Es como  si no hubiera sido yo–le alcancé a escuchar que decía-. 

–Muchas veces lo pienso y me pregunto cómo puede ser. Era como si alguien o ¡algo! se hubiese apropiado de mi vida y de mi propio destino y me hubiera mostrado un camino imposible. Un camino que de repente se volvió posible. Pero así como pasó… así me dejó. Tardé años– dice Fóppoli- en volver a ser yo mismo, un humilde cordobés que pasó alguna vez por Mendoza y de pronto le sucedieron todas estas cosas.  

–Yo leí algunos de sus artículos, señor Fish. Por eso acepté reunirme con usted a instancias de mi amigo Blue. Él me animó a venir y hablar con usted. Él le cree… y yo también. ¡Cómo no le voy a creer si me pasó a mí!

–Sé que ha estado haciendo estudios sobre el tema, que ha estado haciendo preguntas, sobre mí, sobre Hipólito Naves, y sobre muchos otros. Hace años que quiero que se descubra todo esto, lo de la máquina de hacer pájaros. 

Confieso que estuve a punto de llorar después de semejante confesión. Después de haber soportado tanto, en soledad, luchando contra la incomprensión de mis propios compañeros, de los jefes de redacción, de los directores. ¡Por fin tenía una pista, un testimonio cierto, algo en qué respaldarme!

Por fin puedo sentir que no estoy nadando en un mar de locura, solo y delirante. Por fin las cosas parecen encauzarse. 

El Blue, que me conoce de años, me palmea en el hombro y me saca de mi propio asombro, tal vez para evitarnos el bochorno de la lágrima evidente.

Ya son casi las 12 de la noche. El bar de San Martín y Rivadavia me trae muchos recuerdos. Como el magnífico mural de Ricardo Embrioni que las bestias borraron. ¡Otra estrella fugaz!

La botella está vacía. El Blue, de oportuno y bueno que es, le pide otra al mozo. En la esquina, ya no están las chicas de antaño.