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Mendoza, la que acunó la libertad...

15 de enero, 2019 - 12:32

Para tiempos de Vendimia solemos escuchar la denominada Marcha de la vendimia, la que luego de nombrar a todos los departamentos de la provincia remata con aquello de “Mendoza, la que acunó la Libertad…”

Nuestro himno provincial fue escrito, allá por el 1910, por los hermanos Pelay, pero recién musicalizada por Egidio Pittaluga y estrenada en la fiesta de 1946. La pregunta es si lo que dice es cierto, si es verdad que Mendoza fue cuna de la libertad americana. Veamos.

Mendoza, como capital de Cuyo fue, obviamente, el centro neurálgico de la preparación del Ejército de los Andes. En ella se encontraba la masa de las industrias de la zona, como por ejemplo la maestranza montada por Fray Luis Beltrán en el viejo molino de los Tejeda. Y la fábrica de pólvora de José Antonio Álvarez Condarco donde trabajaban cientos de indios y esclavos cedidos por sus dueños.

También colaboraba con la preparación del vestuario para los casi 7.000 efectivos de tropa una nutrida cuadrilla de mujeres humildes que tejían ponchos, mantas matras y picotes. Por supuesto, las damas de alcurnia colaboraban a su manera, ya sea entregando sus preciadas joyas o bordando la que luego sería la legendaria Bandera del Ejército.

El armamento principal, vale decir los fusiles con los que se equiparía la masa de la infantería del Ejército, se lo consiguió como se pudo. Los había de varias procedencias, aspecto que complicaba enormemente el abastecimiento y la maestranza.

No existía por aquella época la posibilidad de fabricarlos aquí, aunque sí de repararlos. Simples como eran, ya que todos eran de los denominados a chispa, exigían materiales y procesos de los que se carecía. El mecanismo de disparo estaba compuesto por un pedazo de pedernal que al accionar el gatillo golpeaba una cazoleta de acero donde había pólvora de grano fino o un estopín, el que a su vez daba fuego a la carga de pólvora que estaba en la recámara, la que en definitiva producía el disparo.

Por un lado estaban los fusiles franceses Charleville calibre 69 (aunque también había algunos del 70 y el 71). Pero los buenos tiradores preferían al fusil inglés Baker calibre 62, ya que –como ellos decían– “un tiro, un muerto”. Con ambos, una tropa de Infantería bien instruida podía disparar hasta tres salvas por minuto. Ninguno de ellos era eficaz más allá de unos 300 pasos.(1)

Como arma secundaria, los más afortunados portaban una pistola de chispa, también calibre 69. Luego estaba la gran variedad de armas blancas que todos traían, compuesta por bayonetas, picas y cuchillos de todo tipo para el combate cuerpo a cuerpo.

La Caballería y la Infantería montada estaban armadas, básicamente, con lanzas y sables, si bien, especialmente la segunda, tenía provista un arma de fuego: la tercerola, que era un fusil corto poco preciso y de poco alcance.

San Martín repetía siempre: “Soldado, la bala es loca, solo la lanza es certera”. Esta última se componía de una larga tacuara en cuyo extremo se ajustaba una punta afilada de acero. Cerca de su centro de balance llevaba una correa de cuero que permitía a su usuario manejarla. Se la usaba principalmente montado, a paso de carga, para arrollar al enemigo.

El secreto de su uso estaba en la acción coordinada del brazo que debía ensartar a su objetivo en forma transversal, nunca perpendicular, porque en ese caso se producía un rebote que podía derribar al jinete atacante.

Después, en orden de importancia estaba el sable. Se lo confeccionaba con una hoja curva de acero de unos tres palmos de largo, y cubriendo la empuñadura tenía una cazoleta que protegía la mano del esgrimista. Completo pesaba, aproximadamente, una libra. Con esta arma se podían infligir tres golpes básicos. El de plano, dirigido a la cabeza del adversario, que se lo usaba para atontarlo; la estocada, que buscaba producir una herida profunda mediante el uso de la punta del arma, y, finalmente, el corte o sablazo –propiamente dicho- que se daba con el filo y buscaba cercenar o cortar.

Paralelamente existía toda una gama de defensas o paradas para cada uno de estos golpes, a su vez repetidos para el costado derecho e izquierdo del combatiente. Se buscaba, pero esto era muy difícil, en el esgrimista la habilidad de ambos brazos. Pero siempre se daba el caso de que uno tenía uno más hábil que el otro.

Para la práctica tanto de la lanza como del sable se usaban muñecos rellenos de paja que colgaban de pértigas. También, cuando se las conseguía, se colocaban calabazas sobre postes a los que había que sablear al galope.

La artillería estaba conformada por una variopinta colección de armas agrupadas en dos categorías básicas. La pesada, con piezas de hasta 150 quintales (2) de peso. La mayoría de ellas era de origen inglés y habían sido enviadas por Juan Martín de Pueyrredón desde Buenos Aires. A casi todas, nuestra maestranza debió repararlas y fabricarles todos los accesorios faltantes, tales como plomadas, cuñas de puntería, percutores, clavos arponados y martillos de oreja, a la par de los atalajes para transportarlas. Dicho sea de paso, algunos de ellos bastante complicados e ingeniosos, ya que debían ser usados como aparejos que permitieran sortear los lugares de paso difícil.

El desafío mayor estuvo en la necesidad de fabricar las piezas para artillería de montaña. Aunque en las fraguas del fraile renegado, donde ya se forjaban herraduras, frenos, espuelas y armas blancas, fueron necesarias muchas mejoras para poder hacerlo. Todos los herreros y forjadores recuerdan como invalorable los aportes del capitán chileno Patricio Ceballos.

Si bien eran armas más livianas y de menor alcance que las anteriores; por otro lado eran indispensables para apoyar la maniobra de las columnas que se moverían en forma independiente. Se optó por forjarlas en bronce, ya que no había suficiente existencia de hierro. Se las construyó en un calibre del 4, vale decir que cuatro proyectiles llenaban el ánima del arma. Los tubos pesaban unas 6 arrobas (3), o sea de unas 140 libras (4). Además, se la proveyó a cada una de ellas con una dotación de 200 tiros.

Su alcance efectivo no superaba en mucho al de los fusiles, por lo que no era raro que los artilleros formaran una sola línea con la infantería. Para su transporte a lomo de mula se confeccionaron los atalajes y los accesorios necesarios. Hacían falta ocho de estos animales para el transporte de una pieza completa con su dotación de munición.

Finalmente, Cuyo proveyó lo más importante para cualquier campaña militar: los hombres de pelea. Como es habitual en todas las latitudes y culturas cuando una sociedad debe ir a la guerra. Misteriosamente aquellos que la impulsaron desde los estrados, excepción de hecha de algunos pocos, se mantienen al margen de los aprestos bélicos concretos. Y viene a ser la callada masa de los más humildes, la que entre sorprendida y resignada debe marchar a los lugares de reclutamiento.

En nuestro caso particular, este Ejército que vio nacer la Provincia no fue precisamente la excepción, ya que se lo conformó con el pueblo bajo. Para hacer breve una larga enumeración, digamos que estaban, por un lado, los gauchos entrerrianos y los orilleros bonaerenses que componían los escuadrones de los Granaderos a Caballo; a los que se sumaron, luego,  jinetes mendocinos y puntanos. Y, por el otro, los jornaleros, arrieros y esclavos libertos con los que se conformó la masa de la Infantería patriota.

También, al margen de esta sufrida masa, como en todo conflicto, se les unió una extraña colección de personajes coloridos. Aventureros, marinos, cartógrafos y soldados de fortuna en busca de la aventura barata que suelen ser los ejércitos en campaña.

Un aspecto fundamental, un multiplicador por excelencia, era el espíritu de pelea con el que estos hombres encararían esta empresa. Una que sería dura y larga teniendo especialmente en cuenta que la gran mayoría de ellos eran bisoños, y muchos otros habían sido reclutados a la fuerza. Debían ser encuadrados convenientemente para que pelearan con el nivel de excelencia que era necesario, especialmente cuando las papas quemaran.

Nuestros hombres eran naturalmente valientes. Allí no estaba el problema principal, sino en su excesivo individualismo. Bueno como era para algunas cosas, no lo era para conformar una fuerza armada organizada. Por allí pasaba la verdadera línea divisoria entre una tropa bien instruida con una mesnada de voluntariosos guerreros.

Una vara que los otros ejércitos patriotas no habían rebasado hasta el momento. Lograrlo era un objetivo prioritario del coronel don José de San Martín. Para ello impulsaba siempre conductas, tales como el espíritu de cuerpo, la disciplina y el desarrollo del arrojo.

El primero lo obtenía inculcando a los reclutas que el conjunto era siempre superior al individuo. A veces los procedimientos para lograrlo eran crueles, como por ejemplo, la pena de “correr la baqueta”, que  consistía en correr con la espalda desnuda entre dos filas conformada por la tropa para ser golpeado, si era de Infantería, con las correas portafusiles, y si era de Caballería con las de grupa. 

A la disciplina se la infundía con un estricto apego a las normas de aseo y puntualidad. Uno podía verse privado de muchas cosas por la simple falta de un botón. Con el arrojo, dada la naturaleza de los “voluntarios”, no hubo mayores problemas. Todo lo contrario, eso era lo que sobraba.

Continuará...

Notas:

1) Paso: Un paso equivalía a unos 30 centímetros.

2) Quintal: Medida de peso española, equivalía a 4 arrobas, lo que significaba unos 46 kilos.

3) Arroba: Antigua medida de peso castellana equivalente a 25 libras, unos 25 kilos modernos.

4) Libra castellana: Antigua medida de peso de origen romano usado en España y sus colonias equivalente a unos 460 gramos modernos.