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Entre la indecisión y la temeridad

En estas horas de intensa inquietud que vive nuestra nación, Macri debería escuchar a todos, preguntarle a los que saben y decidir solo.

09 de septiembre, 2018 - 11:23

Si algo amó la cultura griega clásica era la armonía. Basta ver sus edificios, sus esculturas y sus armas para comprobar la belleza de sus proporciones. Para ellos, todo se remitía –en definitiva- a un problema de medidas.

Esta concepción de la belleza la aplicaron a todo, ya que entendían que se derivaba del concepto de medida moral pues, fundamentalmente, su estilo de vida era uno fundado en un obrar conforme a la razón, entendida ésta como la medida de nuestro conocer. Pero no ya como una mera medida cuantitativa, sino como una metafísica, apoyada en el principio de que la realidad está antes que la idea que pretende gobernarla. 

Aplicado este principio a la vida moral, los griegos distinguían, claramente, entre las virtudes y los vicios. Concretamente, sostenían que las primeras eran el punto medio de un arco tensado por los extremos conformados por los segundos.

Por ejemplo, estaba muy bien que un ciudadano fuera valiente, ya que consideraban al valor como una virtud fundamental, pero a la vez despreciaban tanto al cobarde que era aquel que por miedo no actuaba correctamente, como al temerario que obraba en forma irracional y sin considerar los peligros de cada situación.

También, en la arquitectura moral de las virtudes tenían los griegos una jerarquía, ya que había una virtud que reinaba por sobre todas las otras. Era la prudencia, considerada la mayor de todas, ya que era la responsable de fijarle el punto medio a todas los demás, vale decir a la fortaleza o al valor, a la justicia y a la templanza.

Ellos distinguían, a su vez, varias formas de prudencia. La más importante entre ellas, y que nos acerca al tema que nos ocupa, era la prudencia política. 

Verdaderos “animales políticos”, como se definían a sí mismos, los griegos entendieron que aquellos pocos hombres destinados a gobernarlos debían poseer esta virtud, la mayor de todas y que se caracterizaba por el imperio del mando. 

En este sentido, la entendían tanto como un arte como una ciencia destinada al buen gobierno de la ciudad. Aquellos que la poseían se destacaban entre sus pares, por un lado, por un conocimiento profundo de los principios que rigen la acción, pero por otro, porque tenían la disposición interior para tener la voluntad y el carácter para aplicar estos principios ante una realidad concreta, aquí y ahora. 

La consideraban una virtud indispensablemente unida al mando político y militar. Al saberla un hábito de la voluntad, trataron de enseñarla en sus academias y de ponerla en práctica en el gobierno y en la defensa de su ciudad. Para la teoría tenían los bellos textos de Homero y las enseñanzas de Aristóteles, y para la práctica el duro aprendizaje de sus magistraturas, practicadas tanto en el ágora como en las filas de sus falanges. 

Luego de esta larga introducción que nos ha servido de marco conceptual, bien nos podemos preguntar si nuestros gobernantes actuales demuestran poseer, al menos en un grado mínimo, esta virtud tan preciada para los griegos.

Ejemplos para comparar no nos faltan. Especialmente por estos días, en los que hemos sido testigos de los sacudones económicos y políticos que sufre nuestra República. 

Probablemente sea mejor, para ejemplificar, comenzar por los vicios de la prudencia política. A saber, la indecisión y la temeridad.

Empezando por el segundo extremo, vale decir, por el de la temeridad, bien podemos citar las actitudes grandilocuentes de la doctora Elisa Lilita Carrió, que lanza afirmaciones tremendistas y sin sentido como: “Si quieren hacer el golpe, a Macri y a mí nos van a sacar muertos de la Casa Rosada"; o “Yo me divierto porque las crisis me generan adrenalina". Lo que constituyen expresiones que trasuntan una visión ególatra y personalista del poder, alejada del bien común. 

Siguiendo por el primero de los extremos, el de la indecisión, podemos apelar a la debilidad demostrada, hasta el momento, por el liderazgo presidencial. Uno del que nadie puede poner en duda, desde el punto de vista de sus buenas intenciones, pero que, hasta el momento, no ha demostrado poseer las cualidades de aplomo y de firmeza necesarias para sortear las aguas tormentosas que transitamos.

Por otro lado, y para despejar cualquier duda al respecto, enfatizamos que el Presidente ha sido la persona elegida para gobernarnos y que como tal debe ser apoyada y sostenida por todos nosotros. No se trata solo de criticarlo, sino de ayudarlo, porque al hacerlo nos ayudamos a nosotros mismos. 

Un griego conocedor de la virtud de la prudencia ante esta situación de desamparo presidencial, bien podría aconsejarle aquello de “Escuchar a todos, preguntarle a los que saben, decidir solo”.

Es en este marco que nuestro Presidente debe buscar su obrar prudente para esta hora tan difícil. No cabe duda que, de alguna manera, él debe prestarle el hombro, escuchar a todas las personas de su confianza o que le acercan una propuesta o una idea. Pero, más importante, aún, es que le pregunte y que escuche a los que saben. No a sus amigos, no a sus íntimos, sino –precisamente- a los que saben y pueden asesorarlo mejor.

Hablando de asesoramiento y de asistencia al Presidente, bien vienen unas palabras para la oposición pues a ella también le caben las generales del consejo. Es que solo un buen asesor le dice la verdad a su asistido, mientras que uno malo le dice lo que éste quiere escuchar.

Parecería evidente que entre estos últimos no debería estar su ministro preferido, el señor Marcos Peña. No en vano la decisión de mantenerlo en su puesto ha sido la causa por la que notables hombres de la economía y de la política se hayan negado a integrar su equipo.

Por eso, le dejamos a nuestro Presidente el consejo de quien supo ejercer la prudencia política en grado sumo y que deje de lado toda altanería, para dejar de ser un eterno buen candidato y pueda convertirse en un verdadero estadista. Pues, como nos decía el General José de San Martín, “la soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales, que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder”. 

Los argentinos de bien, que somos la inmensa mayoría, se lo vamos a agradecer. Especialmente, en estas horas de tensa inquietud que vive nuestra Nación.

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.