17 de septiembre, 2018 - 07:26

Frente a la contundencia irrefutable, es difícil sustraerse a la sensación de asco, de profundo fracaso, acentuado por la indiferencia o la negación, absurdas caras ambas de una misma moneda que hace que, para las personas de bien, la Argentina sea un sitio imposible, inmundo,
casi sin futuro.

¿De qué hablo? Muy simple: de la corrupción. Ya no se trata de funcionarios que se quedan con vueltos, ya no se trata de la venalidad instalada y tolerada en la vida institucional. Golpeado a mansalva por casi todos, Alfredo Casero tiene razón, y toda la razón del mundo. En medio del incendio los argentinos piden flan. Si nos tiran unos manguitos más, y llegamos a la nueva tele, el nuevo celu, algo que sacie el apetito de sublimación, nos bancamos cualquiera.
El no saber, el solo sospechar no es excusa. El nuevo y formidable libro de Hugo Alconada Mon, “La raíz de todos los males”, es contundente. Es una obra que no debería pasar ignorada porque demuestra con meridiana claridad en qué se ha transformado este país, a partir del reino de la impunidad absoluta para negociar con el Estado un saqueo sistemático, metódico y brutal que nos ha puesto de rodillas, sin reflejos para entender, sin educación para exigir, sin
capacidad de reacción ante lo evidente.

El caso de los cuadernos corona un edificio cimentado desde hace años, donde empresas, gobiernos, sindicatos, jueces, fiscales, movimientos sociales y dirigentes han engendrado un submundo de expoliación casi perfecto. La Justicia, gran responsable de este desastre, muestra
números que llaman a la impotencia más genuina.

Veamos: una auditoría encargada por el Consejo de la Magistratura analizó 9.476 expedientes iniciados en las dos décadas comprendidas entre 1996 y 2016.

¿Qué ocurrió con los imputados?

El 25% fue sobreseído, el 9% se encuentra con falta de mérito para procesar y sobreseer, el 5% fue beneficiado por la prescripción; otro 54% sigue dormido en los tribunales, cajoneado. Resultado: sólo se dictaron prisiones preventivas en el 1% de las causas.

Otro detalle a mirar son los tiempos procesales de las causas. El promedio de vida de los expedientes es de 4 años, pero hay 50 investigaciones con más de 10 años, 12 de las cuales las tenía, cuando no, Norberto Oyharbide, el que le apretaron el cogote. Pero hay 10 más que superan los 15 años.

La mayoría de las investigaciones por corrupción no llega ni siquiera a registrar un procesamiento. El 92% de los casos cerrados no llegó a la instancia oral. Solo el 8% de los casos de corrupción llegó a la etapa oral en dos décadas. De 579 causas que llegaron a la etapa oral en Comodoro Py, el 2% de los acusados fue condenado. El 32% fue beneficiado por la prescripción.

Hay otro detalle que marca el nivel de impunidad en que se vive en la Argentina de hoy. Hubo 12 empresas multinacionales que reconocieron que pagaron coimas en nuestro país ante la justicia de Estados Unidos (IBM, Siemens, Odebrecht, LAN, Ferrostaal, Ralph Lauren, Avon, Ball, Helmerich & Payne, Biomet, Striker Corporation y Dallas Automotive). Esta última, por ejemplo, reconoció que pagó sobornos “a la oficina del gobernador de la Provincia de San Juan (Gioja era gobernador en ese entonces) entre 2008 y 2012. La empresa fue condenada en aquel país, debió pagar una multa de 14 millones de dólares. Aquí no pasó nada, recién en marzo de este año la Oficina Anticorrupción hizo la denuncia penal.

Los citados son botones de muestra de un cáncer que carcome a la Argentina. La ciudadanía, mientras, debate si este es mejor que aquel, o si con tal le iba mejor que con cual. El juego del poder es cada vez más incomprensible y distante de la percepción social. A esta altura es difícil pensar que podemos tener algún futuro distinto a crisis recurrentes, momentos de bonanza o simulación de bonanzas.

El yugo que nos aprisiona sigue saludable. La causa en ciernes, los cuadernos, podrían ser una bisagra, un “mani pulite” que cambie los aires y permita procesos políticos y sociales algo más virtuosos. Pero a juzgar por el humor social, a nadie le importa. Tal vez, la derrota más fatal de
todas: la indiferencia es la mejor garantía para que nada cambie.