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Violencia molecular

En el pasado, las olas de furia tenían una explicación lógica, pero hoy no la tienen. Diversos factores, como la pobreza o el narcotráfico, contribuyen a fomentar las agresiones, pero toda explicación se queda corta. Necesitamos una legítima autoridad, pero también preguntarnos cómo se hace si es ese mismo Estado quien se rinde y no cumple con sus obligaciones básicas

07 de mayo, 2018 - 07:21

Hay tres noticias ocurridas por estos días que nos obligan a una reflexión. La más seria de ellas da cuenta de la toma de una comisaría en San Justo, La Matanza, por parte de delincuentes que buscaban liberar detenidos. Una similar, pero de signo contrario, ocurrió en el pueblo cordobés de Colonia Caroya, cuando sus vecinos –dirigidos por su intendente– salieron a impedir un robo. Y la última está ocurriendo en nuestra provincia, donde el propio Gobernador ha hablado de una “campaña terrorista” en WhatsApp por el uso del controvertido fracking.

Todos ellos son indicios de que algo está pasando en lo profundo de nuestra sociedad. Si a estas noticias les sumáramos hechos que, si bien no llegan a ser noticia, todos sabemos que ocurren –tales como la ocurrencia de frecuentes robos, arrebatos y entraderas–, nos encontraríamos ante un fenómeno generalizado al que denominamos “inseguridad”.

Pero una observación más profunda revela la presencia de algo que no dudamos en calificar como “violencia molecular”.

Si en el pasado, las olas de violencia tenían una explicación lógica, hoy no la tienen. Pues no hay un motivo aparente a la vista para esta violencia generalizada. Por supuesto, que diversos factores como la pobreza o el narcotráfico contribuyen a fomentarla, pero igualmente todo intento explicativo se queda corto.

No es solo lo que sucede hoy. Al parecer, esta violencia molecular estalla sin necesidad de que se haya establecido ninguna causa racional. Sí, parecen fomentarla las graves divisiones denominadas como ‘la brecha’ o ‘la polarización’, a veces en temas secundarios, como el de una técnica petrolera o en otros muy personales como el del aborto.

Por su parte, Hannah Arendt, una pensadora de las causas de la violencia, nos dice: “Sospecho que nunca ha habido escasez de odio en el mundo, pero ahora ha crecido hasta convertirse en un factor político en todos los asuntos públicos. Este odio no se basa en ninguna persona ni en ninguna cosa. No podemos hacer responsable ni al gobierno, ni a la burguesía, ni a los poderes extranjeros. Se filtra en todos los aspectos de nuestra vida y va en todas las direcciones, adoptando las formas más fantásticas e inimaginables. Se trata de todos contra todos, contra cualquiera, pero especialmente contra mi vecino”.

Nos llama aún más la atención cuando ella se pregunta y se contesta sobre los por qué de esta violencia sin sentido y dice que “la gente ha perdido su sentido común y sus poderes de discernimiento, a la misma vez que sufre de la pérdida del más elemental instinto de supervivencia”.

¿Por qué está teniendo lugar esto que hemos calificado como violencia molecular? 

Creemos que hay varias causas, pero la más importante es la declinación del principio de autoridad. Un proceso que se inició, hace varios años atrás, bajo la sana consigna de acabar con los autoritarismos muy vigentes por aquellos días.

Pero, mutatis mutandis, dicho proceso nos trajo a lo que los expertos no dudan en calificar con el nombre de anomia. Un término que fue introducido por el famoso sociólogo Émile Durkheim y que la define como: "Un estado sin normas que hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial integración". 

Durkheim estudia las causas y tipologías de esta conducta y encuentra que se caracteriza por una pérdida o supresión de valores. A caballo, marchan cuestiones asociadas como la alienación y la indecisión. Una disminución que conduce a la erosión y a la destrucción del orden social. Este estado de cosas lleva al individuo a tener miedo, angustia, inseguridad e insatisfacción y lo pueden conducir a acciones violentas contra sí mismo o contra otros.

Por otro lado, si es función fundamental del Estado el ejercer el monopolio en el uso legítimo de la fuerza, vemos que cualquier desafío a esta capacidad es crucial, especialmente, cuando lo llevan adelante diversas organizaciones no estatales, como la criminalidad organizada o el narcotráfico. 

Y tal como afirma el profesor Martin van Creveld, “la imposibilidad del Estado para ejercer el monopolio de la fuerza, es lo que lleva a sus súbditos a reducir su lealtad hacia la burocracia estatal y hacia los gobernantes del Estado mismo. Lo que se ve traducido en una pérdida de la gobernabilidad”.

¿Qué hacer?

Llegado a este punto, uno puede interrogarse qué es lo que puede y debe hacerse. La primera y obvia respuesta es exigir y requerir la vuelta de toda autoridad legítima, como la de un padre, una madre, un maestro y, especialmente, la del Estado. Pero, ¿qué hacer cuando ese mismo Estado es quien se rinde y no cumple con sus obligaciones básicas?

Sabemos que en aquellos lugares en los cuales las pequeñas comunidades se han organizado es donde las tasas de criminalidad han descendido. Al parecer, las denominadas organizaciones de la sociedad civil tipo "dogwatch" son más eficientes para impulsar el regreso del Estado que lo que su humilde Constitución pareciera augurar.

Por ejemplo, sabemos de un experimento exitoso en Vistalba, donde un grupo de vecinos se han organizado en base a redes de WhatsApps que tienen por finalidad colaborar con la policía de su zona. Dicha red es ‘controlada y guiada’ por referentes de esa comunidad para que las cosas no se salgan de cauce, como ocurrió en el caso del fracking, y que lo que reine no sea la brecha sino la solidaridad.

A través de esas redes, los vecinos exigen y apoyan los cambios por un regreso efectivo del Estado, produciendo un efecto sinérgico entre las comunidades organizadas, sus autoridades locales y otras fuerzas gubernamentales –como comisarías y fiscalías– que han comenzado a trabajar coordinadamente para garantizar una mejor seguridad y servicios a sus ciudadanos.

Si en el pasado, el Estado fue una creación de los monarcas absolutos que querían acabar con las Guerras de Religión, parecería ser que su mantenimiento, hoy, estará dado por la exigencia de las comunidades que quieran seguir conviviendo en forma civilizada y no bajo la férula de distintos formas de violencia molecular que asoman sus cabezas en el horizonte.

Emilio Luis Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.