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Terrorismo molecular

03 de diciembre, 2018 - 12:45

A modo de introducción

A medida que nos aproximábamos al megaevento de la Cumbre del G20, que reunió en Buenos Aires a los principales jefes de Estado del denominado mundo desarrollado, iba quedando claro que su normal desarrollo bien podría ser alterado por hechos –más o menos– violentos.

Unos días antes nos despertamos con una serie de noticias similares, pero, aparentemente, desconectadas. Se trató, prima facie, de una serie de acciones vinculadas con el terrorismo. Concretamente, de tres. La primera, un ataque con una bomba casera en el Cementerio de la Recoleta contra la tumba del coronel Ramón Falcón. La segunda, un intento de atacar con otra bomba casera la casa del juez federal Claudio Bonadio, y la tercera, el descubrimiento de una célula terrorista, presuntamente de orientación islámica radical.

Posteriormente se sucedió una serie de alarmas por la colocación de explosivos en lugares de acceso público, así como la amenaza de la presencia de éstos en otros tantos lugares.

A modo de desarrollo

Ya lo dijimos y lo volvemos a repetir. Toda acción violenta, preferentemente de carácter espectacular y contra no combatientes, para obtener un determinado objetivo político, puede y debe ser catalogada como terrorismo.

Seguramente que no todos merezcan la "T" mayúscula. La del terrorismo catastrófico. Pero la diferencia conceptual no está allí, en la magnitud, sino en su finalidad. Si tiene una motivación política o metapolítica, ya sea religiosa o ecologista, califica como acto terrorista. Aunque su bajo nivel de organización los reduzca a una categoría inferior, incluso, a la de los lobos solitarios.

Es más, bien podríamos explicar los hechos recientes con un marco conceptual adecuado, ya que el terrorismo, como cualquier actividad humana, es -por definición- adaptativa e interactiva. Así como los avionazos del 11S marcaron una etapa (la del terrorismo catastrófico), la de los lobos solitarios (la del terrorismo individual) marcó otra.

Bien podríamos encontrarnos frente a una nueva etapa, a la que califico como “terrorismo molecular”, parafraseando el concepto de Guerra Civil Molecular desarrollado por el profesor y periodista alemán Hans Magnus Enzensberger en la década del 90.

Él nos decía que la violencia actual tiene una característica que la diferencia de otros tipos de violencia en el pasado, cual es: “…la naturaleza autista de los perpetradores y su incapacidad de distinguir entre destrucción y auto-destrucción. En las guerras civiles de hoy ya no existe la necesidad de legitimar las acciones. La violencia se ha liberado de la ideología”.

Nosotros completamos esta visión con una concepción pesimista de la condición humana. Al respecto, la conocida pensadora de origen judío Hannah Arendt argumenta: “Sospecho que nunca ha habido escasez de odio en el mundo, pero ahora ha crecido hasta convertirse en un factor político en todos los asuntos públicos.

“Este odio no se basa en ninguna persona ni en ninguna cosa. No podemos hacer responsable, ni al gobierno, ni a la burguesía, ni a los poderes extranjeros. Se filtra en todos los aspectos de nuestra vida y va en todas las direcciones, adoptando las formas más fantásticas e inimaginables. Se trata de todos contra todos, contra cualquiera, pero especialmente contra mi vecino”.

Llama aún más la atención cuando se pregunta y se contesta sobre los porqué de esta violencia sin sentido, y dice: “La gente ha perdido su sentido común y sus poderes de discernimiento, a la misma vez que sufre de la pérdida del más elemental instinto de supervivencia”.

Si estas citas son de hace varias décadas, bien podemos concluir que el problema ha dado varias vueltas de tuerca. En pocas palabras, asistimos a una masificación y a una vulgarización del terrorismo.

Si en el pasado un anarquista era una persona altamente instruida y dispuesta a inmolarse por el valor de una causa que consideraba noble, hoy, diversos factores, tales como la anomia generalizada, el consumo extendido de drogas, la revolución cultural de lo políticamente correcto, inducen y promueven diversos actos de violencia. Los que van desde escraches mediáticos, psicológicos y físicos hasta distintos niveles de violencia extrema como el asesinato, la colocación de bombas y los incendios.  Asistimos a una nueva categoría la del terrorista espontáneo.

En lo técnico, estos últimos atentados se diferencian de los de otras etapas por ser realizados con casi cualquier elemento, no necesariamente armas, ni siquiera de las impropias, pues parece bastar con un camión o con un auto con el que atropellar a un grupo de peatones. Luego, su preparación es muy sucinta y rápida.

Por el contrario, todos los terrorismos se superponen como capas geológicas o como las telas de una cebolla.

Si los atentados catastróficos y los individuales son difíciles de anticipar y de prevenir, mucho más lo son los del terrorismo molecular, ya que rara vez hay un comando o una red detrás de ellos. Si bien su nivel de daño es, por lo general bajo, cuando se producen en enjambre y con cierto nivel de coordinación, pueden producir un colapso, al menos momentáneo, tanto en las fuerzas de seguridad como en las comunidades que los sufren.

Todo lo dicho hasta aquí no anula ni invalida las conocidas y viejas técnicas del terrorismo político o de las técnicas de agitprop promovidas por ciertos sectores de la izquierda, cuando no las ejecutadas como actos de propaganda negra por los servicios de inteligencia estatales. Ya que no puede ni debe descartarse la existencia de grupos políticos interesados en generar desorden por aquella vieja consigna de: "cuanto peor, mejor". Pues, a los interesados en la Revolución, aún de las imaginarias y postizas, le interesan más las condiciones revolucionarias subjetivas  que las objetivas, tal como lo reconociera el padre de todos ellos, el ruso V. I. Lenin.

A los terroristas descriptos, en todas sus categorías, lo podríamos englobar en el grupo de los violentos idealistas con motivaciones más o menos ideológicas. Sin embargo, la experiencia nos dice que no estarán solos, pues a ellos se les unirán, aunque sea en forma ocasional, los siguientes grupos:

1) El de los uniformados renegados: conformado por los exonerados de las fuerzas de seguridad y policiales que usan sus conocimientos profesionales para delinquir.

2) El de los criminales: integrado, especialmente, por las redes del narcotráfico y los barras bravas del fútbol.

3) El de los marginales: una sumatoria de lumpens y excluidos.

Será particularmente peligrosa la asociación entre integrantes de los distintos grupos, tales como, por ejemplo, la de criminales narco con policías renegados o barras de fútbol.

El siguiente interrogante es sobre las fuerzas del orden, vale decir de aquellas destinadas, primariamente, a prevenir los actos de terrorismo y, eventualmente, contenerlos, reprimirlos y mitigar sus efectos.

Para su correcta valoración es necesario distinguir entre las personas que integran las diversas organizaciones policiales, su doctrina de empleo y, finalmente, su equipamiento.

Empezando por lo último y menos importante, vale decir su equipamiento, vemos que se trata casi del único factor que recibe cierta atención por parte de las autoridades políticas, ya que no es inusual la compra de equipamiento para las fuerzas policiales, lo que permite un calculado marketing político.

Por el contrario, su doctrina de empleo se encuentra contaminada con prejuicios ideológicos que desde lo político y desde hace años vienen negando el ethos policial, al que han pretendido sustituir por una suerte de desmilitarización de la profesión militar con el resultado evidente de pérdida de valores como el espíritu de cuerpo, la cohesión interna y la disciplina.

Finalmente, el nivel profesional de las personas que integran las diversas organizaciones policiales ha descendido en virtud de haberse privilegiado desde la política de la disposición de un gran número de agentes policiales antes que en su calidad. En función de ello, se han multiplicado los sistemas de reclutamiento, a la par de que se ha reducido el tiempo y los medios invertidos en su formación.

Para concluir con este breve estudio, nos deberíamos preguntar y contestar sucintamente, ¿qué hacer?

Lo primero, es tomar la decisión política de aceptar que uno de los imperativos de todo Estado es crear y mantener un entorno estable y seguro para todos sus ciudadanos. Lo que implica el ejercicio del monopolio en el uso legítimo de la fuerza. Y que, por lo tanto, es imprescindible abandonar los clichés ideológicos del Progresismo socialdemócrata y de todos los prejuicios a los que ha dado lugar.

Lo segundo es implementar políticas de Estado y de estrategias acordes con esta decisión. A saber:

1) Establecer una red de inteligencia integral que se inicie en el nivel estratégico con nuestras embajadas en el exterior y que concluya, en el nivel táctico, con todos los elementos policiales y de seguridad desplegados.

2) Restablecer el ethos policial en la formación y en la conducción de las fuerzas policiales y de seguridad.

3) Concurrir desde los otros poderes del Estado (Legislativo y Judicial) con medidas acordes y tendientes a proteger al ciudadano común y al Estado de ataques terroristas del nivel que sea.

A modo de conclusión, solo nos resta, dada la complejidad de los cambios a encarar y la profundidad de nuestra decadencia, dejar una reflexión del P. Leonardo Castellani que dice así: “La aguja pasa y queda el hilo. Lo político pasa y queda lo moral. Pero si la aguja pasa y no tiene hilo no queda nada”.