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El poder como patología

Aquello del poder del pueblo parece licuarse en vicios y frutos podridos del ejercicio de los poderosos.

17 de diciembre, 2018 - 07:18

Al menos en las formas vivimos en una democracia. ¿Pero bastan las formas?, es una pregunta que aún no puedo contestar en mi fuero íntimo. ¿Elegir autoridades es democracia o hace falta un plus de ejercicio de poder público, de exigencia ciudadana, del que cada vez estamos más lejos? Aquello del poder del pueblo parece licuarse en vicios y frutos podridos del ejercicio de los poderosos.

Viene a cuento un diálogo que compartió Tato Young, acaso el periodista que más conoce y entiende los entresijos de nuestra Justicia, por darle un nombre a esa institución cada día más lejos de merecerlo. “Es que los jueces tenemos demasiado poder”, le confió uno de los más renombrados magistrados al colega, en una confesión que hiela la sangre: el hombre estaba diciendo sin ambages que pueden hacer lo que se les cante, torcer la interpretación legal a su antojo, haciendo cada vez más real aquella inolvidable Canción de Alicia en el país, de Charly García: Los inocentes son los culpables, dice su señoría.

Ese repaso del poder que citó Young es desolador. Los poderosos tienen demasiado poder: un sindicalista cualunque puede parar todos los aeropuertos del país. Un piquetero rodeado de 40 adláteres sentados en una avenida puede hacer que una megalópolis deba alterar su ritmo de trabajo. Un empresario puede remarcar precios a su antojo disparando la canasta familiar, y luego sentarse en una mesa a negociar, cuando una celda sería un destino más justo.

Ni hablar de presidentes que pueden poner de rodillas a gobernadores, cuando la representatividad y autoridad de unos es tan legítima como la del otro.

Los poderosos tienen demasiado poder, y es un tiro certero en la sien de la democracia.

Pero es aterrador buscar las causas. El balance entre poder otorgado y controles a ese poder desapareció, en todos los ámbitos. Los poderosos construyeron a sabiendas una enorme anomia, es decir, no hay normas a las que ellos deban ceñirse. La ley existe para todos los demás.

Mirando el espinel de dirigentes argentinos de todo orden, políticos, sindicales, empresariales, sociales, se ve que se mueven a sus anchas y solo están interesados en ampliar la anomia, y consecuentemente su poder.

La ciudadanía, en tanto, mira azorada y compra la galletita de la grieta para explicar la situación, marchando en mansa hilera hacia el yugo.

¿Es modificable la situación? Claro que sí. ¿Vamos en ese camino? Claro que no.

La trampa cultural y ya naturalizada del populismo, la que no se vencerá fácilmente porque se necesita de una lenta deconstrucción para la que no hay tiempo ni oxígeno, fue fortalecer a los hombres y no a las instituciones. Así, el poder Ejecutivo es Macri o Cristina, todos son nombres propios, la educación es Baradel, la seguridad Bullrich, y en ese extravío ellos siempre ganan y nosotros perdemos.

Hace pocos días escuché a una mujer muy suelta de cuerpo decir: “Yo tengo la jubilación de Cristina”, como si un sistema previsional fuera un nombre propio y no un derecho centenario que se sostiene sobre el trabajo de millones de personas y su aporte.

Ahí está la génesis del problema y la victoria cultural: los derechos no son conquistas sociales de vieja data y fruto de luchas y construcciones sociales virtuosas: son una graciosa concesión de su majestad. Entonces dejan inmediatamente de ser derechos, son dádivas de un alma buena. La anomia en su máxima expresión.

Si somos justos con la historia, el único presidente que intentó fortalecer a las instituciones y no a sus circunstanciales ocupantes fue Raúl Alfonsín, con su proyecto socialdemócrata. Parece una cruel paradoja, pero pese a las cucardas que se cuelgan algunos, fue el único que enfrentó a las corporaciones realmente: a las todavía poderosas Fuerzas Armadas con el juicio a las juntas. A los poderosos sindicatos con la ley de democratización, que pretendía cambiar la hasta hoy vigente organización mussoliniana de los gremios, hijos de la Carta del Lavoro del Duce. A los empresarios poderosos de lo que entonces se llamaba Capitanes de la industria. A la Iglesia con la Ley de Divorcio Vincular. Todo el mundo recuerda, por otra parte, el alto nivel jurídico y la independencia de la Corte Suprema, a la que nunca metió mano.

Todo lo que vino después fue retroceso. El cuarto de siglo peronista que le sucedió fue un recorrido inverso. Un debilitamiento constante para llenar el país de personajes poderosos que encabezan instituciones de una debilidad pasmosa.

Como sociedad somos responsables: creamos al monstruo que nos pisa la cabeza. Un viejo tango decía: “si quiere ver la vida color de rosa, eche veinte centavos en la ranura”.

Hoy juramos lealtad eterna a quien nos dé los cinco centavos. No importa que se lleve hasta el colchón.