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Los culpables del fracaso

12 de noviembre, 2018 - 07:17

Desde niños, ya en la escuela, siempre conocimos la historia en forma de mito. Y uno de los más potentes, inolvidables, fue aquel del destino de grandeza de la Argentina.

¿Fuimos una tierra prometida que solo quedó en promesa? ¿O una realidad que pacientemente nos dedicamos a destruir? En todo caso, cómo se distribuyen las responsabilidades del fracaso parece ser la materia pendiente para poder reconstruir desde el entendimiento y la realidad.

Esta discusión cobra relieve a partir de datos que corroboran que la grandeza no fue mito sino realidad, y vale la pena repasarlos. Es que la actualización de las Maddison Historical Statistics entrega datos asombrosos.

Angus Maddison, economista británico fallecido en 2010, es padre de uno de los legados más relevantes de la segunda mitad del siglo XX para el estudio de la Economía Mundial, según resume un abstract de la Universidad de Cantabria.

“Las principales aportaciones de Maddison se remiten a cuatro grandes cuestiones: la recopilación de datos y la elaboración pionera de estadísticas de largo plazo; la interpretación del desarrollo de las economías capitalistas avanzadas; el estudio de las causas del atraso de las economías menos desarrolladas; y el análisis comparativo de los patrones de desarrollo económico y cambio estructural mundial y la interacción entre sus componentes”.

Luego de su muerte, la Universidad de Groningen continuó sus investigaciones con el Proyecto Maddison y sus series estadísticas, y en su actualización última arrojan que para 1896 Argentina no era uno de los países más ricos del mundo, sino efectivamente, el que poseía el PBI per cápita más alto del mundo. El top 5 lo completaban Estados Unidos, Bélgica, Australia y Reino Unido.

Los manuales de historia explican claramente cómo se llegó a eso: la realización de un proyecto político, con cabezas como Sarmiento y Alberdi, aprovechando el potencial y el momento histórico para generar un proceso de acumulación a partir de lo que producíamos y vendíamos, pero también sentando las bases, a partir del modelo educativo y la infraestructura social básica, que permitiera transformar la potencia agropastoril en una matriz más avanzada de desarrollo.

Pero lo que nadie puede desentrañar, y eso que somos caso de estudio en todo el mundo, es como nos “desdesarrollamos”; cómo podemos ser orgullosos autores de un fracaso tan imponente.

El ciclo se agota allá por la crisis del ’30, en coincidencia con la ruptura institucional, el desembarco de nacionalismos fascistas –Uriburu en la Nación, Fresco en la Provincia de Buenos Aires- y la llegada de una ola intelectual que reniega de aquellos principios del libre comercio, propiciando un modelo proteccionista que llevaría por el camino del desarrollo industrial autónomo, renegando del campo como motor. Estas ideas llegan a su cenit con el arribo del peronismo, como demuestra claramente la obra de Ignacio Montes de Oca, El nacionalismo argentino, y llegan con fuerza hasta nuestros días.

Trágicamente, esos cantos de sirena señalaron el inicio del fracaso. En su reciente obra, Nueva historia económica de la Argentina, Roberto Cortés Conde y Gerardo Della Paolera abordan con profundidad y números avasallantes esos tiempos, demostrando los prejuicios que signaron a partir de ahí nuestro devenir económico, e ilustrando sobre los motivos del fracaso, del “desdesarrollo” que invocamos antes.

Curiosamente, en los ciclos de expansión agroexportadora se produjeron también los grandes ciclos de expansión industrial, mientras que cuando por cuestiones arancelarias o políticas se buscaron resortes proteccionistas, no solo se resintió la industria, sino que se volvió menos competente, más atrasada e incapaz de reemplazar el desarrollo que impulsaba el agro.

Por qué triunfó en la Argentina el prejuicio de que el campo es atraso, es oligarquía terrateniente, es olor a bosta, es más una cuestión que deberán explicar los sociólogos que los economistas. Esos preconceptos llegan hasta hoy, como queda claro en el enfrentamiento del Gobierno con el agro de hace 10 años, donde la Argentina corporativista y autoritaria volvió a reflotar todos esos argumentos y estigmas.

Lo cierto es que desde el abandono de aquel modelo que nos colocó en el PBI per cápita más alto del mundo, todos los que intentaron reemplazarlo –básicamente uno solo, o variantes de un mismo nacionalismo corporativo, con algún momento de populismo neoliberal- fueron rotundos fracasos, y estos devaneos de presunta originalidad, o de paranoias y visiones conspirativas (siempre la culpa de que nos vaya mal la tienen otros: el imperio, los gorilas, los cipayos) no hicieron más que agrandar la decadencia.

La Argentina ha regalado casi un siglo. “Somos la mueca de lo que soñamos ser”, escribió Discépolo en Quien más, quien menos. Conservamos estructuras arcaicas y mafiosas –como sindicatos aun inspirados en la Carta del Lavoro de Mussolini, que obturan cualquier posibilidad de progreso- y que nos indican la certera probabilidad de comenzar a regalar otro.

A diferencia de hace un siglo, también hemos perdido una ventaja comparativa enorme. Ya no tenemos un sistema educativo que valga la pena, tras un paciente proceso de destrucción.

Pero nada de eso nos importa: solo –como dice la hipótesis de Casero- queremos flan. Así nos va.