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Víctimas y victimarios

La liberación de los presos por la pandemia de coronavirus fue usada por muchos políticos, jueces, abogados, periodistas y expertos para abrir aún más la caja de Pandora de la inseguridad en la Argentina, que data de varias décadas

10 de mayo, 2020 - 13:04

A pocos observadores de la realidad nacional le cabía alguna duda respecto de que la liberación de presos para prevenir contagios por coronavirus causaría una indignación generalizada en la población.

Muchos de ellos, como era lógico de esperar, culparían de la liberación de asesinos, violadores y de otros tantos violentos al Gobierno nacional. Aunque pocos sepan que el problema se focalizó en la provincia de Buenos Aires; ya que en el sistema penitenciario federal sólo recuperaron la libertad unos 300 presos con condenas leves o a cumplir, embarazadas o con factores de riesgo.

Por el contrario, en la Provincia de Buenos Aires fue el presidente del supremo tribunal, Eduardo de Lazzari, quien autorizó al juez Víctor Violini, de Casación Penal, para que se concedieran las libertades que estaban pidiendo los defensores públicos. Los cuales, a su vez, recibieron la orden del procurador Julio Conte Grand, un reconocido macrista, para hacerlo.

Pero lo que casi todos no entienden es por qué hay figuras de todo el espectro político, pero también jueces, abogados, periodistas y hasta supuestos expertos, que no dejan pasar ninguna oportunidad para abrir, un poco más, la caja de Pandora de la inseguridad argentina desde hace décadas. 

Para poder entender esta pandemia de la inseguridad es necesario un esquema conceptual. Vamos a ello.

Como todos lo hemos aprendido, se considera a Grecia la cuna de la Democracia. Allí nació y merced a la denominada cultura occidental se extendió por buena parte del Globo. “El gobierno del Pueblo y para Pueblo”, la que quizás sea una de sus más citadas definiciones.

Nos preguntamos si esto sigue siendo así. No es una pregunta retórica, ya que hasta donde podemos observar, especialmente en la última década, vemos que la Democracia se ha convertido más en un sistema que busca defender a las minorías antes que a satisfacer las necesidades de la mayoría que le da su sustento, tanto etimológico como real.

Estas minorías van desde los discapacitados hasta las distintas preferencias sexuales, incluyendo además, como veremos a los que delinquen, los que son percibidos como una víctima del sistema. Nos preguntamos cómo esto ha sido posible. 

Más allá de que siempre existirán víctimas reales y que deben ser protegidas por la ley, el problema radica en quién y en cómo se asigna esa categoría. 

Presión sobre el Estado

Para entenderlo es central que comprendamos cómo se construye la categoría de víctima. Conviene tener presente que, antes que nada, la víctima es alguien con una identidad propia. “¿Quién soy? Soy una víctima, algo que no puede negarse y que nadie podrá quitarme nunca”, nos dice Daniele Giglioli en su libro Crítica de la víctima

Para este autor no se trata solo de victimizarse, sino de conformar una minoría. Una que después será utilizada para desarrollar espacios de “autonomía”, una palanca de poder para presionar al Estado desde el campo de la superioridad moral.

El cuadro se completa con el pretexto de una irrestricta y suprema defensa de los DDHH; los que ya no son percibidos como derechos inherentes a todo ser humano por el simple hecho de ser tal, sino como exclusivos de las víctimas agrupadas en una suerte de “minoricracia”.

Éstas, así conformadas, tienen la capacidad de poner en jaque a todo el sistema político. 

Lo dicho en el párrafo anterior no puede tomarse en forma baladí. Todo lo contrario. Hoy los Estados modernos se encuentran bajo un doble ataque.

Desde abajo, por las distintas minoricracias que los presionan por la consolidación de sus derechos. Y desde arriba, por parte de las organizaciones multilaterales (la ONU, el FMI, el Banco Mundial, etcétera) que impulsan, desde la gobernanza global, la obligatoriedad absoluta de su respeto, bajo pena de otorgamiento de créditos y, en extremis, de la injerencia externa bajo el eufemismo de una “intervención humanitaria”.  

La idea del “buen salvaje”

Todo lo dicho sirve para entender el por qué de los argumentos que, tanto desde la izquierda como de la derecha progresista, se pronuncian a favor de la liberación de los presos en ocasión de la pandemia. 

En el fondo de esta postura bulle la vieja idea del “buen salvaje” de J.J. Rousseau. De aquel que habiendo nacido bueno la sociedad lo ha hecho malo y, por lo tanto, tiene la justificación perfecta para robar, para violar o para matar.

Lamentablemente, este absurdo que contradice no sólo al sentido común sino a varias ciencias, se ha engarzado en la teoría jurídica conocida como “garantismo”, entendido éste como una corriente de pensamiento criminológico de sesgo minimalista nacida en el seno de la Ilustración que busca transformar los procedimientos judiciales y suavizar la ejecución de las penas.

Contrariamente, pero en forma concurrente, esta doctrina se ha complementado con nefastas reformas policiales destinadas a “civilizar” a las fuerzas del orden, transformando a sus integrantes de servidores públicos en meros funcionarios de uniforme, negándoles un necesario ethos particular.

Desprotección ciudadana

En la práctica, y más allá de las bondades poéticas con que son presentadas estas posturas, la combinación de ambas asimetrías se ha conjugado en una situación que no ha hecho otra cosa que dificultar la aplicación de la ley, especialmente, frente a delitos violentos, a la par de haber producido una desmoralización en las fuerzas destinadas a aplicarla y en una sensación de desprotección de la ciudadanía, en general.

Sin embargo, la asignación de la categoría de “víctima”, al margen de las que están seguramente justificadas, es utilizada por estos grupos progresistas como una consigna política que sirve como un santo y seña, ya sea para condenar a los enemigos como para salvaguardar a los compañeros de ruta.

Así por ejemplo, no entran en ella los uniformados acusados de delitos de lesa humanidad, como ha quedado demostrado con las múltiples denegaciones a la posibilidad del arresto domiciliario, bajo el absurdo argumento de que pueden profugarse o que representan un peligro para la sociedad, cuando se trata, en su inmensa mayoría, de personas que superan los 80 años. 

Con ello se dejan de lado no sólo tratados internacionales, sino que también se niegan varios principios jurídicos consagrados, tales como la no retroactividad de la ley penal y el de igualdad ante la ley.

Las situaciones que acabamos de explicar –la desmoralización que reina entre las fuerzas del orden, por un lado, y por el otro, la injusticia que las mencionadas liberaciones indiscriminadas conlleva– lejos de estar desconectadas configuran un siniestro sincronismo que tiene atadas las manos del Estado, para cumplir, nada más ni nada menos, que con su principal razón de ser, cual es la de ejercer el monopolio del uso legítimo de la fuerza.

Por todo lo expresado es que es necesario que volvamos sobre nuestros pasos. A los sencillos y sanos parámetros de la sociedad de la que disfrutaron nuestros padres y nuestros abuelos. Una en la que el principal capital de una persona era el de ser honesto y ser tenido como tal por sus pares. 

Tal vez, solo tal vez, esta pandemia nos dé una oportunidad que nos la pueda devolver. 

 

El Doctor Emilio Magnaghi es Director del Centro de Estudios Estratégicos para la Defensa Nacional Santa Romana. Autor de El momento es ahora y El ABC de la Defensa Nacional.