05 de octubre, 2020 - 20:18

Sidecar (saidcar), Motocross, Barrancas, Gimnasia, Independiente, El Santo. Palabras claves para entender una parte de la genética cuyana. De autos que chocan y de motos que volaron desde la mismísima imaginación del pergeñador de aquellos espectáculos. El motor psico de coches y de motos que van a mil.

Y se llamaba Speedway aquella verdadera atracción que nació en los 70’ y se trasladó a los 80’ y como toda aventura se motorizó hasta nuestros días. Cuenta la leyenda que el creador de aquel circus mendocino, de viernes, sábado y domingo, Pedro Castro Díaz, arrancó en Barrancas en el año 76’, lo paseó por el Lobo, lo trasladó a la Lepra, aunque también hizo cambio de domicilio en Drummond y al Atlético Argentino. 

Debo decir que nunca tuve la ocasión de disfrutar de esa competencia que llegó a ponerse a la par del fútbol, el ciclismo y el boxeo, en cuanto a repercusión allá por los controvertidos años setenta.

El clásico de esa extraña bizarría autóctona era Basco- Postigo, aunque el tercero en cuestión era Foreste. En otra dimensión una suerte de Lauda- Hunt- Fittipaldi o de Hamilton- Raikkonen- Alonso. 

Hace poco, el escritor y periodista Roly Giménez contó en su red social de Facebook una tierna historia sobre un amigo suyo al que apodaban Basco, por cierto parecido a Juan Manuel, reconocido piloto que también brilló en aquellas faenas noctámbulas. Su recuerdo, incluido en una serie de relatos denominados Historias Mínimas me linkeó a uno personal y también me situó en la certeza de que aquella épica deportiva de entrecasa estaba instalada enormemente en nuestras vivencias infantiles o juveniles.

Recuerdo que a la vuelta de mi casa natal en la calle Roberto T. Saravia de Guaymallén, por la calle Granaderos de San Martín, enfrente de la plaza Mauricio Serra vivía la novia del piloto Carlos Postigo. Cuando el vago estacionaba alguno de sus vehículos de competencia en la puerta de la chica, todos los pibes veníamos corriendo para ver su acting. Un par de aceleradas al motor en punto muerto, o abrir el capot, poner cara de preocupado, relojear cuantos pibes estábamos observando "al famoso Postigo" y luego cerrar el capot y apagar el motor. Saludar con un ademán a sus múltiples espectadores, entrar a la casa de la novia; pantalones y campera de cuero, botas, todo de negro, a lo Teedy Boy, a lo Sandro y los del Fuego. 

Eran acontecimientos únicos, la rutina de lo sencillo en una escenografía en el que una vecina esperaba el micro en la esquina para ir a su laburo, un  camión levantaba el polvo de las calles sin asfalto, que un vecino, en pijama y ojotas trataba de atemperar con el generoso fluido de una acequia a lo largo de toda la cuadra. Y los pibes remontando barriletes, o con la pelota bajo la suela desde la plaza comentando lo que ya se sabía.

-"¿Che viste a Postigo?"

-"Sí, recién vengo de ahí. ¡Estuvo buenísimo!

Eran diálogos entre un pibe que cruzaba la calle para ir a comprar el pan y otro que alcanzó a ver el acto mágico del ídolo de carreras. Por allí hubo otro que se lo perdió, pero que tendría su revancha pronto. De niños que eran felices con esas y otras historias mínimas.