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El silencio cuando grita

Por Redacción

15 de junio, 2020 - 19:29

Anochece en Buenos Aires. Es lunes y a pesar que faltan doce días para el invierno, no hace tanto frío. Termino de tomar examen en la Universidad y voy rumbo a la Avenida Córdoba, siempre transitada y nunca desierta.

Siento alivio cuando miro el celular. No tengo mensajes ni llamadas perdidas. Todavía me pregunto si era necesario ir a trabajar. Además de no gustarme faltar, pensar en mis alumnos estudiando el fin de semana fue un
buen motivo para cumplir con mi deber.

Camino las once cuadras que separan a la Facultad del Hospital de Clínicas. En mi recorrido me cuesta ver otras realidades: taxistas conversando en su parada, un hombre con un chico en brazos pidiendo monedas, gente paseando perros o corriendo en una plaza, una pareja que se besa en la oscuridad como si estuvieran solos, un camión de la basura que deja la mitad de una bolsa en el medio de la senda y muchos autos a pesar de la hora. Trato de no distraerme y permanezco atento a posibles arrebatadores al acecho.

Llego a la Avenida Pueyrredón. Mientras espero para cruzarla, veo en diagonal el bar donde tomé el último café con alguien muy querido y aún presente. Al doblar por Azcuénaga, paso por la pizzería donde el día anterior había sido invitado por gente cercana y también preocupada.

Al llegar al Hospital, el de seguridad ni se da cuenta que paso por su lado y sigue leyendo el diario deportivo Olé. En la tapa, Messi y algunos de sus compañeros de traje y muy sonrientes.

Faltan veinte minutos para las nueve. Espero el único ascensor que anda. Una señora de mirada triste me dice que uno de ellos se cayó hace un año y nunca se reparó. De hecho, el cartel de “No funciona” ya está gastado. El del medio, no marca nada. En las paredes, dos afiches de un sindicato: uno convocando a un paro y otro pidiendo no olvidar a un compañero al cumplirse el aniversario de su desaparición.

Ya en el segundo piso, antes de cerrarse la puerta, entran apurados dos jóvenes médicos que hablan del posible ascenso de Independiente. De la bolsa que uno lleva siento olor a empanadas. Es raro en mí, pero no tengo hambre.

En el tiempo que tardo en subir los diez pisos me pregunto si estoy preparado para lo que viene. Me siento fuerte y entero, pero también triste y con la sensación de haber podido hacer algo más. Aún hoy pienso en eso.

El recorrido desde el ascensor es muy largo. Pasillos interminables, sillas rotas, escaleras oscuras y un silencio que aturde. Es muy fácil perderse, pero lamentablemente conozco el lugar. Sólo escucho mis pasos y el ruido de los tubos de luz. Ni siquiera se oyen los ruidos de la calle, quizás por la hora o por estar tan alto.

Sala 4 de Terapia Intermedia. En la primera puerta a la derecha, en la cama 10402, se encuentra “Pepe”, mi Papá. Mi madre y mi hermana menor estuvieron todo el día con él y ahora me toca quedarme a mí. Está con su
máscara de oxígeno y descansando. Le aviso de mi llegada y le pregunto si me ve. Intenta abrir los ojos y no puede. Apenas mueve la cabeza y balbucea algo que no logro descifrar. Despido a mi familia y me preparo
para pasar la segunda noche consecutiva en este mismo lugar.

Pongo una ruidosa e incómoda silla a la izquierda de su cama y mi mente se traslada hacia dos semanas atrás, también un lunes. Como casi todos los mediodías, estoy en mi casa preparando el agua para bañar a mi hijita de un año y medio. Suena el teléfono con la llamada que esperaba sin querer esperarla. Escucho la voz de mi madre con sus habituales frases contundentes: “Tu papá está muy jodido. Además de los pulmones, tiene tomado el hígado. En un rato le van a hacer análisis de sangre porque parece que el riñón que le queda, también” (el otro se lo sacaron por cáncer en 2007).

Al día siguiente tenemos cita con la Directora de Oncología del mismo Hospital. Llego puntual y lo veo a Pepe sentado algo encorvado y con un libro sobre Pablo Escobar en su mano izquierda. Lo miro sin que se de cuenta. Parece diez años mayor. Su pelo cada vez más gris acero siempre. peinado hacia atrás. Sus orejas parecen gastadas y sus gestos no son los mismos de siempre. Su habitual sonrisa es ahora una mueca de tristeza.

Me dice que llegó temprano, una hora antes, porque no había podido dormir. Siento un dolor inmenso en el alma. ¿Qué habrá pasado por su mente en esa noche? Yo en mi casa preocupado por la inflación y mi viejo a
punto de recibir las peor noticia en sus 69 años. Quiero decirle algo y no puedo. ¿Cómo y desde dónde se conversa con alguien que se va a morir pronto? Me pregunto si él sabe o cuánto sabe. ¿Oculta? ¿Niega? ¿Tiene
esperanzas? ¿Está resignado? Parte de sus emociones siempre fueron, y serán, un enigma con muchas preguntas sin respuestas.

Llega mi hermana menor. Tenemos la consulta entre miles de estudios desordenados e incompletos. Un rato después, la Oncóloga nos encarga una nueva tomografía y una biopsia para confirmar el diagnóstico y decidir si vale la pena un tratamiento con drogas. En la recepción, arreglamos una cita para dentro de 15 días como quién pide turno con el dentista. Con la secretaria con cara de nada al lado, la doctora nos dice sin filtro: ”Desde ya les digo que no hay cura”. Nos pide disculpas por no darnos un beso por estar resfriada y se va a llamar a otro paciente. En el diminuto y austero consultorio, quedó mi viejo, como un chico en penitencia, con su inseparable bolsa de “James Smart” con todos sus estudios. Aunque nadie nos habló de plazos, a mi papá, ese hombre grandote, fuerte y sano durante más de 60 años, le ponían fecha de vencimiento.

En la sala de espera, pacientes con rostros vencidos esperan ser atendidos para quimioterapias quizás sin sentido. No imagino a Papá en esa instancia. Una vez me dijo: “El día que no pueda comer lo que quiera y hacer la vida que me gusta, prefiero morirme”.

El ruido de la puerta de la 10402 me hace volver al presente. Le vienen a cambiar el suero. Luego, la enfermera me pide que la ayude a levantarlo y a recomponerlo en su cama. Faltan pocos minutos para que ya sea martes. Mi madre, que ya está en su casa, me llama. Entre otras cosas, me dice que debemos estar tranquilos por haberle dado a Papá la unción de los enfermos el día anterior. Nunca olvidaré ese momento.

Domingo a la noche. La Guardia del Hospital de Clínicas es un lugar amplio con un especie de mostrador central y alrededor varias divisiones que hacen de salitas Son pequeños espacios con camillas gastadas donde hay sólo una cortina y se está casi pegado al de al lado. Pepe está tan tomado por el cáncer que el urólogo no había podido ponerle una sonda del modo habitual. Por eso, lo tuvieron que anestesiar y pasó casi todo el día medio inconsciente.

Son casi las 22 y me dirijo al amplio y frío hall de entrada. Voy a recibir al Cura de “Servicios Sacerdotales de Urgencia” que había pedido mi Mamá. Se presenta como Padre Juan y viene con un asistente y una valija
cuadrada. La señorita de vigilancia de la Guardia me dice: “Solo puede pasar una persona por paciente.” Casi sin detenerme le pregunto: “¿Por qué suponés que viene un Sacerdote?” Más tarde, arrepentida y nerviosa, me pedirá disculpas.

No quiero que Papá se de cuenta de la situación pero el Cura lo despierta, le dice quién es y para qué está. Mi viejo asiente con la cabeza y se persigna esquivando los cables del suero. A pesar de estar medio dormido, Pepe mira fijo al Padre. Creo que se asusta o se sorprende cuando le ponen el aceite en la frente. Después, cierra los ojos al recibir el agua tal cual lo hace mi bebita cuando le lavo la cabeza y el chorro le cae sobre la cara. Siento que me tiemblan las piernas. En la sala de la izquierda, un hombre que parece alcoholizado le cuenta al médico que le duele la panza. Del otro lado, una señora consulta por teléfono a sus hijos sobre una posible operación de apéndice. El religioso es cada vez más explícito: “Estamos acá porque José está muy enfermo. Pero Dios, nuestro Señor, lo espera en el Reino de los Cielos con los brazos extendidos”.

No sé por qué dije que le diga José cuando toda su vida, mi papá fue “Pepe”. Rezamos un Padre Nuestro, un Ave María y alguna plegaria más mientras los médicos pasan indiferentes. Otra señora, a lo lejos, grita sin que la escuchen. Al despedirme, abrazo al sacerdote y siento una inmensa paz.

Hace unos minutos que ya es 10 de Junio. La televisión tiene el volumen bajo porque no me importa mucho escuchar. El noticiero me conecta con las noticias del día: el avión con la Selección partiendo al Mundial y la llegada del Vicepresidente de la Nación a Tribunales para ser indagado por corrupto. Papá me pide agua pero sólo puedo mojarle los labios con una gasa. Ingenuamente me preocupa que el agua no sea mineral. Estira la boca lo más que puede. Un hombre de casi 70 años hace el mismo gesto que un bebe cuando uno le empieza a dar sus primeros sorbos.

La Ley de la vida indica que es normal que los hijos entierren a los padres. Crecemos sabiendo que se van a morir alguna vez. Cuando era chico, eso me aterraba. Debo ser agradecido por haberlo tenido a mi Papá más de 44 años cuando otros quizás ni lo conocieron, no lo recuerdan o no lo disfrutaron.

Al morir un padre también se va parte de uno. Todo lo que vivió Papá conmigo cuando era chico y no tengo registro, desaparece con él. En un momento Pepe entreabre los ojos, uno más que otro. No sé si me mira. Le digo: “Papá, si sabés quién soy, apretame la mano”. No pasan dos segundos y siento sus gruesos dedos agarrando los míos, como cuando me llevaba a la cancha.

Matías Riccardi, el autor de este texto, junto a Leopoldo Jacinto Luque.

Luego de dejar estacionado el destartalado Citröen 3CV, mi viejo me lleva casi al trote. Debo tener siete u ocho años. Desde afuera se oyen las hinchadas y la alineación de los equipos. En su otra mano, lleva un carnet
del Poder Judicial. Nos acercamos a un policía a unas cuadras del Monumental y lo encara sin titubear con el discurso de siempre: “Soy oficial de Justicia de acá de la zona. Estoy con el chico. ¿Podemos pasar?” A pesar de no gustarle el fútbol, era su forma de darme cariño y así fuimos a muchas canchas durante varios años. También siento su mano, ahora sobre mi hombro, llevándome al Cine “América” a ver “El Profesional”, con Jean Paul Belmondo, que era prohibida para 14 y yo tenía 12. O acompañándome a ver “Rocky II”, siempre cerca de Santa Fé y Callao, su esquina favorita.

Veo su cara respirando con dificultad. Parece como ahogado y me pregunto si sufre. Ya me dijeron que no, que para eso es la morfina. Pero igual me lo pregunto. El rostro del presente se funde en mi memoria con su alegría cada vez que en el Casino le cantan: “Colorado el 5”. O con su sonrisa ancha cruzando el puente que une Argentina con Brasil para ir a su amado Foz de Iguazú, su lugar en el mundo. Lo veo feliz como un chico caminando por los recovecos y tugurios de Ciudad del Este donde nos mezclamos juntos entre chinos, libaneses, árabes, brasileros y paraguayos. Siempre caminando al trote con su neceser colgando, regateando, gambeteando a vendedores de fantasías, disfrutando del ruido de las cintas embalando cajas o encontrándose con Omar, el turco de los perfumes importados más baratos por ser muestras.

Infaltables los piropos y propuestas a las chicas posibles, inalcanzables o negociables. Llegamos al puestito de siempre y con su voz fuerte pide un Sandwich de “frango” (pollo) y “un zuco de morango” (frutilla) con “muita
leite” y hielo. Siempre me gusta percibir los sonidos de los ambientes. En esta habitación, se escucha el ruido del tubo de oxígeno y una respiración fuerte y constante interrumpida por varios ronquidos y sensaciones de ahogo. La máscara de se empaña y la panza de Pepe se mueve mucho en forma regular.

Es la misma barriga, aunque menos prominente, que en mi recuerdo adolescente, me cubre del avance de la Policía Montada en el Centenario de Montevideo. Los uniformados se defienden de los piedrazos de los barras de River y quedamos en el medio. Siempre me asustaron los caballos pero esta vez no tengo miedo porque mi Papá me cuida. Al costado de la cama, observo su radio que tanto quiere y que es su compañía desde hace años. El reloj marca casi las 3. Las agujas al moverse casi no hacen ruido y me trasladan en el tiempo.

Otra vez la infancia. Ahora estoy en la casa de mis abuelos paternos. Es una calurosa tarde de verano en Bella Vista. Mi abuela, antes de su religiosa siesta, me muestra su gastado y algo oxidado despertador celeste. Me dice lo de siempre: “Cuando la aguja chiquita esté en el 5 y la grande en el 12, me despiertan.”

La espera es interminable pero tiene la inmensa recompensa de ir a la plaza con ella. Pero faltan más de dos horas y estoy en silencio y aburrido escuchando durante largos ratos el sonido de las agujas del reloj esperando la hora señalada. Ese tic tac, por encima del silencio de la hora del descanso, forma parte de la banda sonora de un tiempo feliz. No sé por qué la imagen de mi abuela descansando se funde con la de mi padre agonizando. Noto que tiene su camisa azul claro que tanto le gusta.

La misma que dos días atrás le pide a mi madre que le planche para llevar al hospital. Ese mismo sábado, lo estoy acompañando mientras se da una ducha. Veo a través de un hueco del espejo empañado la espalda de un hombre 20 años más viejo. Apenas puede moverse, pero se mantiene firme. ¡Tantas veces me habrá cuidado en la bañadera para que no me caiga y ahora era yo el que debía estar atento!

Esa noche, mientras vemos la vergonzosa pelea de Maravilla Martínez, le pregunto si había leído una carta que le había escrito unos días atrás. Me dice que sólo la primera hoja, porque estaba muy cansado. Igualmente, me aclara que lo que llegó a leer, le había gustado. Me promete que “la semana que viene”, la va a terminar.

Casi sin darme cuenta pasan un par horas. Al pie de la cama están sus mocasines marrones. Me entristece aún más el futuro contacto con sus cosas: su cama tal como la dejó, su mesa de luz, su ropa, sus cientos de
fotos, sus libros, su radio, sus papeles, sus dvds de “The Shield”, su serie favorita, y algunas películas más. También con sus valijas, algún mueble, quizás alguna carta con reproches, dibujos de un hijo por un día del padre, documentos, trámites pendientes, secretos. Me viene a la mente el poema de Borges “Las cosas” porque ellas “durarán más allá de nuestro olvido y no sabrán nunca que nos hemos ido” 

Intento recostarme un rato para estirarme en la cama de al lado. Creo haber dormido alguna hora. De repente, me despierto y veo sus ojos verdes abiertos que miran sin mirar. Le hablo y no contesta. Ya no me aprieta la
mano pero percibo que me pide que no lo suelte ni que lo deje solo. El sonido de su respiración sigue firme y la máscara se sigue empañando. No es un detalle menor mencionar que nunca vino ningún médico. Sólo enfermeras a cambiar el suero y la bolsa con sangre.

Siento que ahora se acerca la hora pero no atino a nada. Esa vida que me hizo nacer, ahora depende de mí para morir en paz. Sé que el día que nací se puso feliz. El destino quiere que esté con él mientras se va, aunque sea el instante más triste de mi vida. Esos ojos que no miran comienzan a cerrarse como dos ventanitas. Ya no puedo disimular mi dolor. Lloro fuerte en la habitación y ya no me importa si entra alguien. Igual, nadie me escucha. No tengo fuerzas ni se me ocurre llamar a mi familia. No sé cuánto tiempo pasa y Papá ya tiene los dos ojos cerrados, aunque noto que el izquierdo no tanto.

Me quedo abrazándolo sin soltarlo un buen rato, un tiempo que parece interminable y suspendido en mi infancia, en mi adolescencia, en mi madurez. Acaricio el pelo canoso de mi padre como nunca lo había hecho. Me sale decirle al oído que le mande saludos a sus papás, mis abuelos, que tanto quise y aún extraño. No sé si me escucha cuando le digo al oído: “¡Estoy acá, Papá !”

Dentro de lo triste, me alivia creer que un padre en ese momento quiere saber que su hijo está a su lado. Mi mujer me manda un mensaje preguntando por mi viejo. Miro la hora y son las 7 y 20. Le digo entre sollozos que mi Papá se está yendo. Ahora sí veo que respira menos. La panza ya no se mueve como antes. Es como un globo que se va desinflando de a poco pero cada vez más deprisa. Corto la conversación porque entra una enfermera. No alcanzo a ver lo que hace y, casi sin mirarme, se va.

Pasan pocos segundos, quizás un minuto. Soy el único testigo del final de Pepe, mi Papá. En un instante, ya no hay ruido de respiración y la máscara de oxígeno ya no se empaña. En cuestión de segundos vi nacer a mis tres hijos. En ese breve pedacito de tiempo, vi partir a Papá.

Dicen que cuando uno se muere hace como un último suspiro. Los religiosos dirán que es cuando el alma de despega del cuerpo. Si fue así, no me di cuenta. Solo fue como una lucecita que se fue apagando lentamente, como quedándose sin batería.

Más allá de la imagen, lo primero que percibo es ese sonido que ya no está. Es el silencio cuando grita, como dice una canción de Luis Eduardo Aute. Es el grito que quiero gritar y no puedo. Viene una médica de origen chino y me pide que la espere afuera. Escucho risas de otros cuartos y veo gente que se saluda en la recepción. No recuerdo cuanto tiempo pasa y la doctora me hace pasar. Espera a que me ubique al lado de mi padre y me confirma lo que ya sé. Me consuela y me alivia diciendo que Pepe no sufrió ni se dio cuenta de nada.

El parte que me entrega dice que la causa inmediata fue “Insuficiencia respiratoria no tóxica” y la causa originaria un “Carcinoma urotelial con avanzado estadio terminal”

Tomo fuerzas y llamo a mi hermana menor (la otra está llegando de Corrientes, dónde vive). Mientras espero que me atienda, siento mis latidos. Todavía me duele el llanto de ella al enterarse. Despierto a mi Mamá y ahora soy yo el que la llama con algo contundente. Pero ella está más entera, más curtida y más sabia. Luego ubico a mi tío y padrino, quién siempre estuvo. Escupo la noticia y escucho el sonido del subte. Al cortar, imagino cómo habrá seguido ese viaje cotidiano y lamentablemente modificado.

Son los últimos momentos con mi Papá a solas. Sin la máscara ni el suero, parece dormido. Su pelo gris acero permanece peinado hacia atrás sobre su frente prominente. Lo agarro de la mano pero sus gruesos dedos ya no aprietan la mía. Sus facciones parecen corridas, desfasadas. Toco su mejilla izquierda y todavía está tibio. Me parece extraño no escucharlo respirar.

Ojalá, esté donde esté, sepa que lo voy a extrañar mucho. Mucho más de lo que pensaba. Me parece ver un rayo de sol reflejándose en la cara de Pepe. Las despintadas paredes del cuarto ya no son blancas sino anaranjadas. En vez de oscurecer, amanece.

Matías Riccardi, el hijo de Pepe
Buenos Aires, Julio de 2014