26 de octubre, 2020 - 19:36

Se acercó con su tranco cansino y acomodó la pelota mientras relojeaba al arquero para tener un esbozo de dónde se iba a parar. Se paró a un paso, con la serenidad que le fueron dando tantas horas de fútbol al sol en las remolonas siestas de Artigas. Como siempre, con la zurda a centímetros de la globa reposando todo el peso de su osamenta en la derecha que esperaba ansiosa ver el milagro que el empeine izquierdo iba a hacer en un instante más.

Posó sus manos en la cintura y enarcó los brazos en jarra como los "peludos" de La Unión ante una arenga de Sendic. Giró el pescuezo casi con displicencia y con un movimiento ligero de los ojos le sacó una instantánea fotografía a toda la imagen: el arco, el ángulo del primer palo, la barrera que esperaba con una horrenda expectación de juicio el peor de los finales. 

El silbato del árbitro se recortó entre el murmullo de la gente y sonó para el arquero como la orden de "fuego" que materializa un espantoso presagio. Fijó los ojos en el esférico, inclinó apenas el torso, extendió el brazo derecho, y acarició por fin con la cara interna del pie izquierdo al gran amor de su vida, acompañando con el movimiento de su pierna su despegue del tierno césped de Avellaneda que, como en un estallido de alegría, puso a volar una innumerable cantidad de pequeñitos pastitos en el aire.

Y se quedó como suspendido en el tiempo, con ese gesto típicamente tanguero y rioplatense de cruzar una pierna por delante de la otra en compás de dos por cuatro, mientras sus ojos contemplaban la maravillosa curva que la pelota dibujaba en el aire, con un fondo de miles de cabecitas que con los ojos desorbitados observaban ebrios de mistura cómo la trayectoria del balón se abría y se abría buscando el ángulo y alejándose de los dedos extendidos del arquero que emprendía un vuelo desesperado hacia la nada.

Y con la boca llena de un solo grito, el botija de Artigas desataba una febril y orgásmica corrida hacia el alambrado para treparse y fundirse metal de por medio con un enjambre de almas enajenadas y excitadas, y perderse en una bacanal exorcizante de goces, gritos desenfrenados y pasiones desbordadas.

Y yo también gocé con él...