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Adiós, Leopoldo Jacinto, buen viaje campeón

Luque, el legendario centrodelantero de la Selección que se consagró en la Copa del Mundo de 1978, falleció ayer a los 71 tras una complicación cardiaca luego de haber contraído COVID

17 de febrero, 2021 - 12:51

Alguna vez en una conversación distendida le confesé que en mi familia teníamos un perro al que bautizamos ‘Luque’, en admiración a su destreza futbolística. Aquella que fue coronada de gloria en el 78.

Eran los años setenta y así como para mi familia, también para muchas otras, el nombre de Leopoldo Jacinto Luque estaba en el firmamento del balompié nacional y mundial, como si hoy se tratara de Nacho Fernández, Carlos Tevez o cualquiera de las figuras que resuenan a diario por radio o TV.

Nacido en un humilde hogar de Santa Fe, el 3 de mayo de 1949, no fue sencillo el tránsito de Luque rumbo a la gloria mayor. Había surgido de las inferiores de Unión de Santa Fe, pero su debut se produjo en Rosario Central en 1972 adonde había ido a préstamo. Sin lugar en el club Tatengue y a punto de quedar libre, luego de pasar por diversos clubes del interior –en su derrotero llegó a probarse en Godoy Cruz–, Leopoldo volvió a Unión y allí explotó como futbolista, de la mano del entrenador Juan Carlos Toto Lorenzo.

En un equipo que le peleó el título a River palmo a palmo, Leo mostró todas las cualidades que lo llevaron a ser tenido en cuenta para la Selección nacional. En una época de notables jugadores, Luque fue un notable atacante, movedizo, veloz, hábil, guapo y goleador.

Ese torneo Metropolitano sirvió de vidriera para que varios clubes se interesaran por él. Fue precisamente River quien lo adquirió para reemplazar a Carlos Manuel Morete, quien fue transferido al fútbol español.

Con la banda roja, Luque hizo historia. Aquel pibe, cuyo papá soñaba con verlo ciclista y a fuerza de empeño lo convenció de que quería ser futbolista, de pronto pasó a tener una carrera ascendente, con varios títulos ganados.

Claro que su cenit fue aquel logro mundialista de 1978. César Luis Menotti le dio la titularidad como centrodelantero del seleccionado argentino y no le falló. Convirtió cuatro tantos y fue una de las figuras de ese equipo en el que descolló Mario Alberto Kempes.

Hizo el gol del empate en el partido debut de la Argentina ante Hungría, la noche del 2 de junio de 1978, arremetiendo tras un potente tiro libre de Mario Kempes que el arquero Gujdar no retuvo.

Y ante Francia, destrabó un encuentro complicado con un golazo que todavía hoy emociona de solo recordarlo y verlo: recibió de Ardiles y a 25 metros del arco francés, despidió un derechazo extraordinario que se le coló a media altura al arquero Dominique Baratelli.

Unos minutos más tarde, recibió un fuerte foul sobre un costado, cayó mal y se luxó el codo derecho. Pero como Menotti ya había hecho los dos cambios autorizados en aquella época, debió terminar el juego con el brazo recogido contra su cuerpo y con un hondo dolor dibujado en su rostro.

Pero eso no sería nada en comparación a lo que le vendría inmediatamente luego. Al llegar al vestuario del estadio Monumental, se enteró de boca de sus padres que su hermano Oscar había fallecido en un accidente automovilístico cuando viajaba desde Santa Fe para ver el partido. Menotti le ofreció desafectarlo de la Selección. Luque quiso seguir igual en homenaje a su hermano. Viajó a su sepelio a Santa Fe y volvió al otro día a la concentración de la Fundación Natalio Salvatori de José C. Paz.

La lesión en el codo derecho lo dejó fuera del equipo en los partidos ante Italia (en River) y Polonia (en Rosario), Menotti lo incluyó ante Brasil y ahí volvió a sufrir: el recio zaguero brasileño Oscar le aplicó un codazo y le cerró el ojo derecho. Con ese ojo en compota hizo el cuarto y el sexto gol en el 6 a 0 de la Argentina ante Perú y jugó toda la final ante Holanda.

Su imagen de época lo mostraba de pelo largo, de bigotes a lo Bombita Rodríguez y un grito de gol de brazos extendidos hacia adelante.

Luque tuvo antes otra cita con la historia. A los 20 minutos del segundo tiempo del amistoso que la Argentina le ganaba 5 a 1 a Hungría en la Bombonera el 27 de febrero de 1977, le dejó su lugar a un chiquilín de pelo enrulado, Diego Maradona, que esa misma tarde inició su fabuloso romance con la casaca celeste y blanca.

En 1980, dejó de jugar en ambos equipos, relegado por la juventud y la explosión goleadora de Ramón Díaz.

Pasado el tiempo de jugador (actuó hasta 1985) llegó el de entrenador. Pasó por muchos lados (imperdible el documental sobre su vida a cargo del director Matías Riccardi), y el destino lo trajo hasta nuestra provincia. Acá, dicho por él, encontró su lugar en el mundo.

El crack, el del golazo a Francia en el Mundial, de la victoria contra los holandeses, de pronto vivía cerca de tu casa, iba a Capri o lo veías de picnic en la avenida de acceso. Era de una estirpe cuyana como si fuera los Portones del Parque, el Cóndor de la Avenida o un remedo de Juan Draghi.

Como entrenador dirigió a Deportivo Maipú, Huracán Las Heras, Independiente Rivadavia, Cicles Club Lavalle y Atlético Argentino, club con el que se identificó totalmente. Ante Grondona, en cuanto lugar se lo consultaran dejó el legado de que el Atlético era su amor eterno.

Desde el hogar que edificó junto a su esposa Claudia, allí en Belgrano, el Leo demostraba que además de grande en el fútbol, lo era en humildad, humanidad, en anécdotas y como vecino solidario. Así lo recordaremos todos.

Y también como el verdadero símbolo de la épica del campeón del 78. No la de los milicos, sino la del tipo que dejaba todo en la cancha, la del que hizo el primer gol argentino en el certamen, el que sufrió la muerte de su hermano, el del brazo fracturado y el ojo en compota, y la casaca ensangrentada. Entre quienes ese título, mucho más él se mereció aquella vuelta olímpica.

Ese luchador no pudo ganarle el mano a mano a una complicación cardíaca tras haber contraído Covid a fines de diciembre. Aquel corazón que le jugó una mala pasada en 2008 esta vez dijo basta. Y por ello no fue un día más. Su muerte acaecida a los 71 años en la Clínica de Cuyo de Mendoza pegó mucho. Y nos dolió a todos.