19 de febrero, 2018 - 07:12

La mayoría de las personas que habitan nuestro país nacieron en democracia. Son 35 años desde aquel lejano y soñado 83 en que se recuperó la vida institucional, aunque por desgracia, el funcionamiento nunca fue del todo bueno y seguimos a los tumbos, con avances y retrocesos, hasta el momento actual en que seguimos presos de debates que ya deberían haberse saldado hace mucho tiempo. Para un lado o para el otro, pero saldado. Por ejemplo: si un policía de civil interviene en una escena donde hay una víctima moribunda y sangrando luego de un brutal ataque (cumpliendo por otra parte una obligación que está reglamentada), y persigue al agresor que no responde a la voz de alto y huye, ¿qué debe hacer?, ¿Pagarle el remís para que no se canse?, ¿Invitarlo a comer y preguntarle qué carencias tuvo para haber masacrado a una persona indefensa? Son cosas que aún nos siguen dividiendo. El victimario es víctima y así seguimos rodando en el barro.

Fruto de una historia que cada quien reescribe a gusto, sin tener en cuenta hechos, trayectoria y prontuarios, ignoramos tramos de nuestro pasado que se vuelven presentes de manera oprobiosa; y uno de ellos tendrá una nueva puesta en escena en pocos días nomás, con Hugo Moyano en el centro y algunos personajes detrás que moverían a risa, si no fuera una tragedia.

Vayamos a la memoria entonces (parcial, como toda memoria, pero basada en hechos, como debe ser la historia). Arrancaba la joven democracia, con Alfonsín como líder y su gran carisma como bandera. Por el lado de la oposición, luego de una derrota que no estaba en los planes de nadie (jamás habían perdido en las urnas) el peronismo vivía un momento caníbal. Sin una conducción, se devoraban unos a otros, y pese a gobernar la mayoría de las provincias, ante una falta de liderazgo claro las batallas eran despiadadas. Huelga decir que las similitudes con estos tiempos son unas cuantas.

Entonces ocurrió algo que podrá sonar familiar. La oposición se reconstruyó no desde su cara política, sino desde la más feroz del sindicalismo peronista. Había por supuesto conducciones gremiales divididas: CGT Azopardo, liderada por Saúl Edolver Ubaldini, y CGT Brasil, por el padre del ministro de Trabajo, Jorge Triaca. Y existía aún el todopoderoso líder de la UOM, Lorenzo Miguel.

Alfonsín tuvo la ocurrencia de impulsar una ley de democratización de los sindicatos, de la mano de su ministro de Trabajo Domingo Mucci (hombre de extracción sindical) y enfrentar con esto a una de las corporaciones más poderosas de la Argentina. Más de 4.000 paros sectoriales (es decir, más de dos por cada día de su gobierno) y 13 generales minaron la paz social, destruyeron la institucionalidad naciente y boicotearon cualquier gobernabilidad posible.

Esta guerra con la CGT sirvió para que, entretanto, se reagrupara la oposición, surgieran nuevos liderazgos y un cordobés gritón y prepotente, funcionario de la dictadura, se diera cuenta que vociferando desde el llano no lograba nada. Se sumó al peronismo, como diputado nacional en el 87, y con la cobertura del partido impulsaría un golpe de Estado económico en 1989.

Macri enfrenta hoy una oposición política desgreñada, dividida, desprestigiada, en muchos casos procesada, que no parece un enemigo de fuste en un lapso breve. Pero nuevamente parece que la oposición se recicla desde lo sindical. Las investigaciones sobre corrupción le han mojado la oreja a la "columna vertebral del movimiento", como la llamaba Perón.

Macri enfrentará a un enemigo muy poderoso, cuya puesta en escena ya arrancó y promete más batallas aún.

¿Se repetirá la historia? ¿Habremos aprendido algo?